Diciembre, el mes de los excesos

De un tiempo a esta parte, el último mes del año se ha convertido en la temporada más indicada para traspasar los límites establecidos, para romper con lo ordinario y lo convencional, para ir más allá de lo justo, lo permitido y lo razonable.

No hablo solamente de los atracones y borracheras de aquellos que, en virtud de una norma no escrita, piensan que es obligatorio despedir el año con pantagruélicas cenas de empresa, de club o de oficina, comiendo y bebiendo codo a codo con aquellos a los que aborrecieron los once meses precedentes, sino también de un sinfín de excesos y exageraciones relacionados con el consumismo, con la publicidad, con las noticias de los medios de comunicación y con las actuaciones del gobierno. Nada de esto es normal en diciembre.

Por alguna razón que escapa a mi limitada inteligencia, la vida social pierde en diciembre su sentido de la proporción, de la armonía, del recato. Mucha gente, normal en apariencia, obra impulsada por la convicción -falsa, por supuesto- de que el comienzo del año siguiente, con su inevitable resaca, lava las culpas del año anterior e instaura una suerte de amnistía de las faltas cometidas con anterioridad. «Water under the bridge», que dicen algunos.

Parece fácil echarle la culpa a las altas temperaturas, a las tormentas, a la radiación ultravioleta o la extensión del periodo de luz diurna. Hay algo más, sin dudas, que impulsa a cierta gente al descontrol y la empuja a perder la compostura y la disciplina que pudiera haber observado el resto del año.

Basta con ver los titulares de los diarios, que comienzan a poblarse de las llamadas «serpientes de verano»; es decir, de aquellas noticias inverosímiles, generalmente de mal gusto, que ocupan el lugar de la información seria cuando la dictadura de la estacionalidad hace que las noticias escaseen.

Hasta hace pocos años, estos excesos de la prensa se producían en un periodo más corto que por lo general alcanzaba su cénit en torno al Día de los Inocentes. Pero ahora ocupan todo el mes, o incluso más tiempo.

El fenómeno no sería tan grave si solo se limitara a un estallido temporal de la vulgaridad y el esperpento en las primeras planas de los medios digitales. El problema es que, con tantos atracones, borracheras, cambios en el gobierno y sobreactuaciones políticas, los excesos y las exageraciones informativas parecen encontrar su complemento en una sólida demanda social. En otras palabras, que hay gente ávida de consumir y comentar la basura informativa, según ésta va llegando a las pantallas de sus teléfonos móviles.

¿Qué sería de nuestras cenas de fin de año si los comensales se entregaran solamente al consumo de sidra de tercera, a peladillas imposibles y chanchitos al horno y no tuviesen al mismo tiempo la oportunidad de desmenuzar la realidad hablando del fabuloso monstruo del Dique, de la foto de la paciente mental con muerte cerebral, de las renovadas amenazas de saqueos masivos, de la chica que le partió un vaso en la cabeza a otra, de los «desmanes» que provocan no las hordas enfurecidas sino las tormentas, de la «batalla campal» de mosquitos en Barrio Ceferino, de las más inverosímiles danzas de seudodirigentes entre partidos políticos o de la posibilidad de que YPF regrese a Tartagal de la mano de los mismos que la aniquilaron?

No es diciembre sino enero el mes de la fantasía y la ilusión (por aquello de los Reyes Magos), pero en Salta -si nos dejamos llevar por el clima enrarecido que instauran ciertos medios de comunicación- la gente parece capaz de comprar cualquier porquería, cualquier invento, por fantástico que sea, a condición de que quien lo vende recurra a la transgresión, a la grandilocuencia y a la desvergüenza. De esto saben mucho los comerciantes, que han comprobado que las técnicas de venta que utilizan los restantes meses del año carecen de cualquier eficacia en diciembre.

Una compleja combinación de factores hace que, a finales de noviembre, los individuos entren progresivamente en un estado de somnolencia profunda y prolongada: el calor, las bajas presiones atmosféricas, el consumo de alcohol, la ingesta de grasas 'trans' y, por supuesto, el estallido de los petardos, los aturden y los anestesian de una forma tan brutal que induce a pensar que los excesos inhiben las proteínas que, a nivel celular, regulan el sentido común y nos protegen del mal gusto.

Con todo, es de agradecer que en diciembre, con una población entregada al jolgorio y empeñada en derogar cualquier norma de convivencia, no sucedan peores desgracias.