
Los vicios y defectos que afean el carácter y la personalidad de los integrantes de esta reducida franja de la sociedad son -y siempre lo han sido- relativamente fáciles de criticar.
Hablamos de su reproducción endogámica, de hijos e hijas que suceden a padres con larguísimas trayectorias políticas, de su propensión a la quietud, a la contemplación o al lamento federalista, de su apetito por la figuración, el poder y la influencia y de otras cuestiones que nos alertan de que estamos siendo llevados de las narices por individuos con muy pocas cualidades personales y con cualidades cívicas más bien nulas.
Pero la política de Salta no solo se desenvuelve en este nivel sino que apunta a la movilización total de la sociedad y, al contrario de lo que sucede en los países democráticamente más avanzados, aquí la indiferencia frente a la política no es una opción aceptable, sino un auténtico pecado, de aquellos que justifican que todos los comienzos de septiembre nos demos con una piedra en el pecho con tal de que el Señor o la Virgen del Milagro nos lo perdone.
La política en Salta llega -debería llegar- hasta el último rincón de la Provincia, hasta el rancho más escondido, hasta el habitante más ignoto. Es decir que si los políticos no se esfuerzan en conseguir algo como esto es que ni siquiera merecen llevar el nombre de políticos.
Pero ¿qué sucede por debajo de esa capa conformada por un puñado de notables a los que identificamos como «la elite»? ¿Quá valores presiden la relación entre la cúpula y la base? ¿Cómo se mueven los punteros de barrio? ¿Cómo reaccionan las personas que forman parte del último escalón de la política de Salta?
Son todos interrogantes a responder. Muy poca gente se ha ocupado de cuestiones como estas.
Es lamentable que los que se dedican a observar y a estudiar los mecanismos de la política local solo pongan el foco y la atención sobre los «notables» -sobradamente conocidos, por otra parte- y dejen afuera de su objeto a esa enorme cantidad de personas que busca recompensas concretas por su participación en la política, y que se mueve generalmente con astucia para lograr objetivos personales o, en su caso, para forzar nuevas formas de redistribución económica. Quizá ellos no decidan las elecciones directamente, pero su papel no se reduce al de meros espectadores obedientes.
Desde luego, faltan estudios de campo suficientes para elaborar una teoría sobre el comportamiento de «las bases» en la política de Salta, pero creo -con todas las precauciones del caso- que si lográsemos penetrar en sus santuarios no veríamos una gran diferencia con la elite en cuanto a virtudes cívicas. Es casi seguro que los «notables» son más ricos y más instruidos que esa numerosa base supuestamente dócil a sus dictados. Pero ¿son muy diferentes unos y otros en lo que respecta a sus comportamientos y actitudes como ciudadanos?
Se podría decir que la elite, por razones que tienen que ver con la evolución del sistema de propiedad de la tierra y el modelo productivo, ha logrado forjar, no sin dificultades, una estructura de mando especializada de la que deriva la aparición de un grupo político especializado. Al mismo tiempo, y como consecuencia casi inevitable de lo anterior, ha ido surgiendo un sistema de símbolos y una ideología para justificar y legitimar al grupo de elite, en términos religiosos o semirreligiosos.
Lo curioso y llamativo es que este sistema de símbolos en Salta no ha sido inventado por la elite sino por la base, que es la que de forma silenciosa pero muy efectiva ha venido imponiendo sus costumbres (pensemos, por ejemplo, en el hábito del coqueo) al llamado «grupo principal», que las ha adoptado sin cuestionarlas.
Uno y otro grupo -incluidos los que les sirven de intermediarios- comparten, pues, los mismos valores y poseen los mismos vicios y taras. El que en nuestra sociedad no se produzcan tensiones revolucionarias y haya una amplísima aceptación popular del injusto sistema de dominación política y de distribución de la riqueza que mantenemos vigente no se explica por la falta de carácter de los grupos diferentes (que no antagónicos), sino por una comunión muy íntima entre ambos.
Una comunión que nace de un contrato social de naturaleza claramente feudal en virtud del cual el poder de adoptar las decisiones fundamentales del grupo mayor se atribuye a la elite, mientras que la obediencia se atribuye a la base, con la salvedad que quienes la integran se convierten en clientes o vasallos de los individuos con poder y de ellos reclaman protección y distribución política de bienes.
Desde que los valles de Salta servían para engordar las mulas que luego explotarían la riqueza del Alto Perú, en Salta no se han producido acontecimientos tales como una revolución demográfica, una explosión del comercio unida al hallazgo de nuevas rutas comerciales o grandes conflictos militares. La economía de Salta no ha alcanzado -y probablemente ni siquiera se ha propuesto alcanzar- un grado de diferenciación que permita el surgimiento de órdenes sociales y políticos diferenciados y más complejos.
El comportamiento clientelar y probablemente también corrupto de «las bases» en Salta permite afirmar que nuestra Provincia es lo que SOUTHALL ha denominado con acierto un «estado segmentario». Este tipo de estado se caracteriza por tener algunas instituciones políticas especializadas, como el personal administrativo y los gobernantes hereditarios, en combinación con linajes de significación política. En los estados segmentarios cada nivel tiene un linaje principal, del que se recluta una autoridad hereditaria y reconocible.
Allí, en ese punto, hemos detenido nuestra evolución como sociedad. Y lo hemos hecho así no solo porque convenga a la elite sino fundamentalmente porque los intereses y los deseos de «las bases» son perfectamente coincidentes y convergentes. Y lo son especialmente en un punto: nadie quiere en Salta el desarrollo de formas de administración y de gobierno más complejas que los mecanismos sociales particularistas que son característicos de la «pequeña horda». Por eso, entre otros motivos, es que la religión, los comportamientos religiosos y los cuasirreligiosos colectivos (por ejemplo, el culto a Güemes) siguen teniendo en Salta una importancia decisiva en la formación de la voluntad política.
Los apuntes precedentes no son desde luego suficientes para formular una teoría, pero sí alcanzan para esbozar las principales líneas de una. No pretenden disminuir la responsabilidad de la llamada «clase dirigente» sino más bien reflexionar sobre el papel que juegan los «dirigidos» en esta obra tragicómica en que se ha convertido la política de Salta.
La pelota está sobre el tejado de los que estudian los mecanismos que vertebran nuestra sociedad. Son ellos los que, primero, tienen que tomar una instantánea de lo que está pasando en Salta, para que después las pocas mentes privilegiadas que aún nos quedan en la reserva se ocupen de alumbrar el futuro y proponernos transitar los caminos que nos conduzcan a abandonar el estado segmentario cuasifeudal y construir una sociedad moderna en la que el pobre deje de ser cliente del rico y todos podamos relacionarnos desde nuestra condición de ciudadanos partícipes de un futuro común.