Solidaridad y sacrificio: el desequilibrio fundamental de la sociedad argentina

  • En su afán por sentirse diferentes al resto del mundo, los argentinos han dotado a los conceptos de solidaridad, altruismo, esfuerzo y sacrificio de significados realmente novedosos.
  • Un ensayo sociológico barato
En la Argentina conviven tres clases de ciudadanos.

1) Los improductivos, que no solo no aportan nada a la riqueza común sino que esperan y demandan del gobierno que se ocupe de su sustento, sin importarles si el gobierno tiene recursos para ello o no.

2) Los productivos, que aportan algo a la riqueza común, pero que actúan movidos por un egoísmo reconcentrado; que se sacrifican hasta límites increíbles para tener lo mucho o poco que tienen, pero solo para ellos mismos o para sus familias, y que a cambio de su sacrificio insolidario piensan -al igual que lo hacen los improductivos- que el gobierno debe darles a ellos todos lo que necesiten para prosperar, pero que no están dispuestos a hacer los mismos sacrificios por el resto de sus semejantes.

3) Los improductivos y los productivos que, sin importar la medida o la extensión de su riqueza, se esfuerzan todos los días para construir la casa común: el país en el que vivimos todos. Son los que piensan que la solidaridad y el altruismo están por encima de sus apetitos y necesidades personales y no dudan en sacrificarse para que todos podamos vivir un poco mejor.

Los dos primeros grupos tienen en común algo muy importante: la queja continua por lo que no reciben y creen que le es debido; unos porque su derecho a pedir nunca está completamente satisfecho, y otros porque piensan que su sacrificio debería ser recompensado por el Estado, por ejemplo, eximiéndoles de la obligación de pagar impuestos.

El tercer grupo, si de algo se queja, es de la insolidaridad de los dos primeros, porque entiende que el juego de «cada uno para su buche» no ayuda a cuajar un país en serio, en donde las cosas funcionen medianamente bien, no solo para unos pocos, sino para el mayor número de personas posibles.

El problema -que asoma pronto- es la irregular dimensión de estos tres grupos, puesto que los dos primeros agrupan en torno al 98 por ciento de la población. Es decir, solo el 2 por ciento de los argentinos entiende que hay un esfuerzo común previo por hacer como condición sine qua non para la construcción de un país en serio. El resto solo piensa en vivir bien; en un caso sin aportar nada, y en otro caso haciendo enormes esfuerzos para su propio bienestar, sin que les importe el del resto de sus semejantes.

Esta situación, que podría decirse que representa «un enfoque del lado de la demanda» tiene su inmediata traducción del lado de la oferta. El 98% de los candidatos pertenece a los dos primeros grupos y vela por sus intereses. Es decir: están los que llegan a la política para mantener como clientes fidelizados a toda una franja de conciudadanos que desean entregarse al dolce fare niente con cargo a los presupuestos del Estado, que nunca alcanzan. Y están los que se acercan al espacio público para que los intereses de los sacrificados insolidarios se impongan siempre al interés general.

Por esta regla aritmética es que el 2 por cien restante de personas de bien, que buscan y persiguen lo mejor para el conjunto, apenas si tienen lugar en las listas electorales (las listas de elegibles que, al paso que vamos, serán algún día tan numerosas como las de electores).

Decir, pues, que la política expulsa es una exageración más bien injusta. La política que hemos esculpido desde 1995 a la fecha es fundamentalmente inclusiva. Apenas si hay dudas de ello. Si los candidatos representan a más del 98% de la sensibilidad ciudadana, levantar una voz por la subrepresentación de ese minúsculo 2 por ciento parece casi ridículo.

Pero los salteños, a quienes dirijo casi siempre este tipo de escritos, deberían pararse por un momento a pensar por qué razón hay personas valiosas e instruidas como Álvaro Ulloa, Javier David, Edmundo Falú, Héctor Chibán, Sonia Escudero, Oscar Rocha Alfaro y una larga lista de primeras figuras de la política salteña que no han querido o no han podido ofrecerse como candidatos para las próximas elecciones.

La respuesta a esta situación paradojal no ha de buscarse en un ensayo de sociología -ni siquiera en uno barato como este- sino en la descorazonada y pesimista sentencia de Enrique Santos Discepolo quien ya a mediados de los años treinta del pasado siglo nos advertía de que los inmorales nos habían igualao. Es evidente que 85 años después, no solo se nos han puesto a la par sino que nos han superado ampliamente.

Sinceramente no creo que los salteños lleguemos algún día a pagar impuestos con la misma actitud patriótica con que los paga un nórdico, y tampoco pienso que los que hoy son clientes y rehenes de los políticos más superficiales llegarán a considerar al Estado como algo propio, y no como una maquinaria ajena cuya misión es servirnos cual si fuese nuestro mayordomo. Sí creo que en la medida en que la política siga así, atrayendo a gente de tan baja estatura, los del 2 por ciento desaparecerán pronto, engullidos por el egoísmo y la insolidaridad del segundo grupo, que al final les resultará más atractivo.

Nadie, ningún argentino nace con el derecho de ir a vacacionar a Miami, a disfrutar de la energía barata, a mirar con desdén las cuestiones medioambientales, a cobrar salarios suizos, a que el pan o el asado no aumenten nunca. Si cosas como estas realmente fuesen objetivos añadidos a la felicidad nacional, sería muy bueno que alguien se animara a incluirlas en nuestra Constitución.

Como bueno sería también que nuestros textos fundamentales consagraran una especie de derecho al sacrificio para que todos sepamos que hay algo superior que nos empuja a mirar más allá de nosotros mismos, para que nos aboquemos a construir la casa común y para que se acabe de una vez el «cada uno para su buche».

Si algún día logramos que la solidaridad y el sacrificio se den la mano y marchen juntas por un sendero común, quizá consigamos reducir la dimensión demográfica de los dos primeros grupos y logremos que el tercero llegue a agrupar a un treinta o a un cuarenta por ciento de la población. Será ese día en el que veremos a nuestros mejores hombres y mujeres en las candidaturas y el día en que no nos tendremos que quejar de la baja estatura moral e intelectual de quienes se proponen a sí mismos como candidatos y tampoco tendremos que lamentar el que algunos se postulen para más de un cargo.

Algún día llegará en que sabremos distinguir entre el valor del «individualismo» (que es alto y que es necesario para la construcción del país común, en la medida en que el individualismo del otro es tan importante como el propio) y el mero «egoísmo», ese que corroe las entrañas de los que malviven en la desgraciada pobreza y oprime el alma de los hedonistas que creen que sus sacrificios personales les confieren derechos exorbitantes sobre el resto de la población.

Puede que cuando ese día llegue, en Salta las listas de candidatos sean un lujo para la vista y no un castigo, como lo son ahora.