La derrota en la segunda Batalla de Salta

  • Aunque los archivos militares españoles digan lo contrario, el 20 de febrero de 1813 el general Pío Tristán salió de Castañares con la canasta llena.
  • La minoría arrogante

La victoria del ejército que entonces comandaba Manuel Belgrano, improvisado militar, no solo abrió el camino a la independencia del país, sino que también alumbró el nacimiento de una segunda ola civilizatoria, liderada por intelectuales patriotas, como el monárquico Belgrano, o el liberal republicano Mariano Moreno, fallecido en 1811 pero cuyo legado se expandió posteriormente.


Dos siglos después de aquel encuentro rabioso entre los dos ejércitos, la batalla en Salta por la tercera ola civilizatoria se ha saldado con una sonora derrota del bando de los intelectuales, lo que es lo mismo que decir con un triunfo espectacular de las fuerzas de la barbarie, que enarbolaron como banderas la incultura, la grosería y la tosquedad.

A los derrotados no les ha quedado otra salida que replegarse. La gran mayoría de ellos se ha recogido en sus residencias de la periferia y muchos le han tomado el gusto a lo que yo llamaría la «arrogancia minoritaria» y que consiste en una especie de satisfacción muy íntima por el hecho de considerarse parte de una minúscula proporción de ciudadanos que conserva las mejores costumbres, que cultiva las letras, las artes, el amor refinado y el pensamiento.

Del fracaso que supone el que no hayan acertado a extender los beneficios de la civilización y la cultura a capas más extensas de la población, nadie habla. Ellos se miran los unos a los otros en los clubes privados o en las tertulias finas de las casas apartadas, y de vez en cuando alguno se limita a lamentar que asuntos que nos conciernen a todos -como los de la política, por ejemplo- sean resueltos a sombrerazos por los incultos, por los groseros y por los toscos; por los que no han leído libros y solo tienen una idea bastante difusa de la realidad por lo que cuentan ciertos seudoperiodistas (incultos, groseros y toscos) en las radios locales.

El ciudadano con buena educación, preocupado por la dimensión cívica de su existencia, si desea participar en la deliberación general de los asuntos públicos, se ve forzado a descender a ese submundo en el que abundan las consignas huecas y escasea el pensamiento crítico y reflexivo. Muchos bárbaros se disfrazan de filósofos, lo cual no produce tanto daño a la política como el que el mismo disfraz produce a la filosofía.

De disfrazados está llena la plaza. Es fácil distinguir a los que aparentan ser lo que no son, pero nadie los denuncia, porque quienes deberían hacerlo también se ven obligados, de vez en cuando, a echar mano del disfraz para no quedar señalados como perros verdes en una sociedad desbordada notablemente por su creciente incultura y acechada por sus peores fantasmas.

El problema más grave que han enfrentado los grandes teóricos de la política que no siguieron la huella de Thomas Hobbes ha sido el no considerar en sus elucubraciones que las malas personas también actúan en la política y se sienten concernidos por los problemas de la vida pública. La idea democrática simple y optimista de Abraham Lincoln se ha dado unas mil veces de narices contra una realidad que nos muestra -como en el caso de Salta- que la democracia puede ser un régimen opresivo y asfixiante, si a su comando se encuentran los menos preparados o los peores intencionados de una sociedad.

En Salta sobran ideas sueltas y ocurrencias, pero falta pensamiento racional y estructurado. El estereotipo del salteño que nos han querido vender desde las más altas instancias del gobierno no es el de un ser reflexivo y «político» en el sentido más aristotélico de esta expresión, sino el de un gaucho rudo y expeditivo, que soluciona las controversias haciendo tronar sus guardamontes en señal de escarmiento.

Si nuestra democracia no progresa y no alcanza ni siquiera mínimamente los resultados que el mismo sistema de gobierno ha logrado en otras latitudes, es porque no tenemos una tradición de pensamiento, y no la tenemos porque casi todo lo que necesitamos para vivir (y para vivir mal) ha sido elaborado por otras personas, diferentes a nosotros, que vivieron en otro siglo.

En estas condiciones (es decir, sin un pensamiento vivo y actual, y sin variaciones en nuestra estructura mental) la vida pública se degrada. Tiende a primar el pensamiento ideológico (las recetas ancestrales para la solución de graves problemas sociales) y a retroceder el pensamiento político (las soluciones creativas, permanentemente adaptadas a la evolución de los tiempos).

Quienes deberían defender lo segundo, están contribuyendo de manera inconsciente, pero muy enérgica, a la trivialización de la política, sumando su voz al coro de las ocurrencias, jugando al juego de las alianzas y las candidaturas. Se enzarzan en batallas ideológicas inútiles, básicamente porque han renunciado a pensar por sí mismos e intentan casi siempre encontrar la justificación de su forma de obrar en algún recoveco de la historia o en los balbuceos doctrinarios de algún iluminado de otras décadas.

Cuando se produce este fenómeno; es decir, cuando el que tiene la capacidad natural para pensar y para inventar, renuncia a hacerlo, y elige instalarse en la comodidad del pensamiento ideológico, la barbarie triunfa y aleja con su triunfo el ideal de una democracia rica en contenidos y ágil en soluciones. En otras palabras, el gauchaje menos ilustrado impone su ley y gana la batalla.

Lo que no deja de sorprender es que frente a la incontestable evidencia del triunfo de los bárbaros en la segunda Batalla de Salta, los derrotados del siglo XXI todavía parecen no darse cuenta de que arrastran el poco prestigio que les queda al exhibirse en aquellos estudios de televisión a los que acuden para recitarnos a los clásicos con esas voces profundas, silabeantes y telúricas que nos hacen sospechar de que viven en un mundo que ya no existe o que, en el fondo, se ríe de ellos.