Últimas voluntades para echarse a temblar

  • Hace unas horas leí en un diario de Salta la noticia de que un tripulante del submarino ARA San Juan, que se hundió en el Atlántico a finales de 2017 y provocó la muerte a 43 marinos militares, le dejó como encargo póstumo a su esposa que “hiciera mierda a la Armada Argentina”.
  • Postales macabras

Este encargo tan estremecedor se conoce solo unas horas después de que se hiciera pública la carta final del expresidente peruano Alan García, en la que el hombre expresó por escrito, con bastante amargura, que «dejaba su cadáver a sus enemigos como expresión de su desprecio hacia ellos».


Esto de usar la propia muerte para ajustar cuentas con los adversarios o contra quien nos ha dañado en vida es una actitud bastante comprensible, humana, en el sentido más neutro de esta expresión.

Pero con el respeto que nos merecen los que han fallecido, no parece que la muerte propia pueda ser una ocasión para sacar a pasear los sentimientos más negativos hacia el prójimo. Al final uno se muere y ya está. Todo se termina: el amor, el odio, el rencor, el resentimiento. Es de vivos y no de muertos extender más allá de la muerte de alguien las peores inclinaciones del ser humano.

Pienso, no sé por qué, que los muertos deben ser ejemplares en este sentido y abstenerse de dejarle a sus derechohabientes encargos tan delicados como «hacer mierda» a la Armada o refregarle al enemigo por las narices el cadáver propio, para que se sientan unos infelices y unos malnacidos.

No todo el mundo es capaz de morir con grandeza, como el personaje de George Costanza, que alguna vez se preguntó por qué debería él morir con dignidad si toda su vida había sido una vergüenza (I can't die with dignity. I have no dignity. I want to be the one person who doesn't die with dignity. I live my whole life in shame. Why should I die with dignity?).

Las personas no pueden morirse transmitiendo como última voluntad deseos malignos o alocados. No pueden (no deberían) decirles a sus futuros deudos «quiero que cuando me muera lleves mis cenizas a pulso hasta Marte» o «haz todo lo que puedas para convertirte en presidente de la república».

Morir con dignidad no requiere necesariamente de gestos grandilocuentes, ni de pedidos fantásticos. Digno es aquel que respeta la libertad de sus deudos para elegir su mejor futuro y no le anda cargando en sus espaldas mochilas especialmente difíciles de llevar. Digno, lo que se dice digno, es el que antes de morir no piensa en sus enemigos, o que llegado el momento se burla de ellos. El enemigo, si es malo, se puede alegrar de la muerte de alguien, pero ese alguien debería alegrarse todavía más por haberse muerto y librarse así de enemigos de tan mala baba.

Rencoroso, pero de los buenos, era el millonario Wellington Burt, autor de lo que en 1919 se llamó el legado de la amargura, por haber estipulado en su testamento que su fortuna -estimada en 110 millones de dólares de aquella época- no pudiera ser distribuida entre sus sucesores sino 21 años después de la muerte del último de sus nietos.

Más cariñoso con sus próximos y algo más imaginativo, el coreógrafo y director Bob Fosse, fallecido en 1987, que legó a 66 amigos y favorecedores suyos la cantidad de 25.000 dólares (378,79 cada uno), con la instrucción de que fueran a cenar invitados por él. Entre los amigos del finado estaban Dustin Hoffman, Jessica Lange y la propia Liza Minelli, a la que Fosse convirtió en estrella definitiva con Cabaret.

Un poco más macabro, el señor John “Pop” Reed, que durante muchos años trabajó como tramoyista en el famoso teatro de Walnut Street en Filadelfia. Su última voluntad consistió en que, después de su muerte, su cabeza fuera separada de su cuerpo y el cráneo preservado para ser usado en el teatro como la calavera de Yorick en la representación de Hamlet.

La muerte digna no solo es un imperativo relacionado con la falta de un encargo póstumo extravagante, sino también con un epitafio serio, lo que obviamente no cumplió aquel señor que ordenó grabar en su lápida: “Les dije que estaba enfermo, hijos de puta”.

En fin, que con tantas cosas que he leído estos días, creo que la única instrucción que voy a dejarle a mi esposa es: «Mi amor, por favor: Fijate si está bien cerrada la llave del gas».