¿Por qué a los salteños nos cuesta tanto cambiar?

  • Faltan pocas horas para que el gobernador Juan Manuel Urtubey pronuncie su último discurso ante la Legislatura de Salta. Casi todo indica que aprovechará la ocasión para volver a inundar la plaza de vaguedades y de reflexiones desconectadas con la realidad, pero útiles -eso sí- para su campaña presidencial.
  • Desplazados en el tiempo

Si algo como esto llegara a suceder, los problemas actuales y tangibles de los salteños, así como los desafíos del futuro, estarán otra vez ausentes de la reflexión gubernamental y se habrá desperdiciado una oportunidad inmejorable para pensar y discutir cosas importantes. A menos, claro está, que a último momento (y quizá después de leer este artículo) los redactores del discurso comprendan que Urtubey no se puede despedir de su cargo sin por lo menos haber intentado dejar alguna idea elaborada (no solo ocurrencias) para las futuras generaciones de salteños.


Sin dudas, la peor contribución al progreso de Salta que han hecho los malos gobiernos de Romero y Urtubey ha sido que sus despistes y sus fracasos, tan evidentes y tan requeridos de contestación inmediata, nos han impedido y nos impiden todavía analizar las causas profundas de nuestro atraso, de nuestra decadencia y de nuestra escasa propensión al cambio.

Si en la Salta del siglo XXI vivimos más o menos igual que en la Salta del siglo XIX, ello se debe en parte a los desaciertos y excesos principescos de quienes nos han gobernado poniendo por delante sus intereses. Pero en mayor medida se debe a un déficit estructural e histórico de más largo recorrido, que arraiga en la exaltación acrítica del pasado y que nos ha convertido -a pesar de ocasionales y aislados destellos de modernidad- en seres humanos irracionalmente temerosos del futuro.

No voy a negar que algunos -una minoría- viven muy cómodos instalados en esa especie de cápsula que nos aísla del mundo. Muchos de ellos creen que es el mundo el que tiene que salir al encuentro de nosotros -tiene que «descubrirnos» de una vez y exaltar nuestra infinitas cualidades- y no al revés.

Pero es mucho más evidente la existencia de una enorme mayoría de personas desplazadas, no en el espacio sino en el tiempo. Y apenas nos damos cuenta de ello.

En el mundo contemporáneo se ha desarrollado una sensibilidad especial por la situación de aquellas personas que se ven obligadas a abandonar los territorios en los que han nacido y vivido toda su vida, pero no se presta ninguna atención a aquellos desplazados en el tiempo, que se ven obligados a vivir como refugiados en sus propias patrias y condenados a experimentar los atrasos y las penurias de un tiempo que no les corresponde.

El caso salteño es paradigmático en este sentido. No porque no haya en nuestra Provincia personas orientadas hacia el futuro -que las hay- sino porque el número de estas y su capacidad de influir sobre determinados procesos sociales y políticos es escasa y tiende incluso a decrecer.

El camino hacia una Salta conectada con el futuro e insertada en el mundo no es fácil de transitar, desde luego. Requiere de una sociedad dispuesta a innovar y a tomar riesgos, y en Salta casi todos sabemos que hay una mayoría bastante estable que apuesta por lo seguro, aunque esa seguridad nos garantice la miseria, por muchos años.

Adelantándome un poco al discurso de Urtubey diré que no es suficiente intentar comprender el mundo para intuir el rumbo que adoptarán en el futuro los mercados financieros y el flujo de capitales. Al mundo hay que comprenderlo en toda su extensión y también en toda su complejidad, para poder sacar provecho de él.

Es el activismo omnipresente de aquella mayoría conservadora lo que hoy por hoy nos impide a los salteños superar la dictadura del pasado, apearnos del fatigado caballo del «orgullo salteño» y someter a una crítica racional al fatalismo tradicionalista. No se trata, como a primera vista pudiera parecer de una actitud colectiva abiertamente refractaria al cambio, sino de una sociedad convencida de que solo se debe cambiar lo justo y necesario para no tener que cambiar nada.

El mundo exterior nos produce curiosidad, a veces desasosiego, pero en muchos casos también fascinación. Y siempre a condición de que ese mundo atractivo no se atreva a penetrar en nuestro ecosistema cerrado, cuya intangibilidad acostumbramos defender con ferocidad maternal. ¿Quién sabe qué ocurriría si nos dejásemos empapar por ese mundo extraño que nos rodea? Mejor no intentar averiguarlo.

Ya podrá imaginarse el lector qué poca importancia tienen unas elecciones para cambiar todo este panorama. También podrá imaginarse que el discurso de despedida de un Gobernador que durante doce años ha dilapidado el tiempo que es de todos en aventuras personales de dudoso fin no modificará en absoluto el panorama que nos rodea y la atmósfera que nos envuelve.

Muchos escucharán a lo largo de este agobiante año electoral soflamas que nos invitan a lanzarnos a cambios fantásticos y a acometer empresas gloriosas de archivo definitivo de «lo viejo». Pero así como nada ha cambiado antes, con los mismos discursos, nada cambiará ahora.

Cientos de miles de salteños seguirán viviendo sus vidas sin oportunidades en las tierras que habitan. Por más que venga un gobierno que acierte a poner orden en la economía y que logre reducir la enorme brecha que separa a los pobres de los ricos, habrá todavía vastísimos territorios (físicos y mentales) de donde las personas no podrán salir en toda su vida y que solo serán noticia en los diarios por una inundación devastadora o una violación «en manada». Sé que es duro admitirlo, pero si queremos superar el problema no tenemos más remedio que darnos cuenta de que el problema existe.

A menos que se produzca una gran revolución en nuestra forma de pensar y de gestionar nuestros asuntos públicos, las ciudades seguirán siendo espacios vulnerables, carentes y deficitarios, lugares en donde las personas y las familias simplemente se amontonan, sin apenas posibilidad de formular un proyecto de vida. Aunque mañana llevemos la conexión a Internet a todos los hogares de la Provincia, la globalización y el impulso transformador que mueve hoy en día al mundo civilizado seguirán librando una durísima batalla contra nuestras barricadas mentales y se les impedirá la entrada cual si aquel mundo fuera un emisario del enemigo o el enemigo mismo.

Mientras tanto, seguiremos teniendo universidades tercermundistas que no aparecen en ninguno de los rankings universales más conocidos; seguiremos alimentando la leyenda de instituciones ineficientes y contrahistóricas, como la iglesia católica local, amenazada por las mismas diferencias sociales que separan a la cúpula de la tropa en el seno de la Policía de Salta; continuaremos conviviendo con líderes políticos grandilocuentes pero escasamente efectivos; seguiremos abriéndole los micrófonos a dirigentes sociales y empresarios antiguos, superados por la tecnología y derrotados de antemano por el mercado.

Nos bombardearán con propuestas de cambios menores en el Estado, cuando lo que necesitamos es cambiar de raíz las bases filosóficas que sustentan nuestra precaria existencia como sociedad, que han fracasado rotundamente. La política y la comunicación seguirán siendo planas (basta para confirmarlo con poner lado a lado los doce discursos de Urtubey ante la Legislatura) y, por debajo del ruido y la agitación del habla acelerada de algunos, solo encontraremos quietud, pereza y desidia.

Salta no necesita otro Güemes, otro Xamena, otro Ragone ni otro Romero. Necesita, para decirlo rápidamente, otro Hernando de Lerma. Es decir, necesita volver a empezar, desde cero.

El día en que aparezca un político dispuesto a decirle la verdad a sus comprovincianos sobre lo mal que lo hemos hecho en los últimos doscientos años, ese día comenzará a cambiar la historia de Salta. No antes.