Las causas profundas de la división del mundo judicial salteño

  • En mis épocas de estudiante universitario, coincidí en los claustros con una generación golpeada y anestesiada por el guante feroz del autoritarismo. Tenía yo 17 años hace exactamente hoy 43 años, cuando los militares dieron el golpe y se llevaron por delante todo lo que encontraron a su paso, incluido el mal gobierno peronista.
  • El progreso y la pobreza

Cuando aquello ocurrió, yo tenía ya sobre mis espaldas un año de experiencia en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Tucumán. Volver a las aulas después del golpe no fue fácil para mí, como para no lo fue para muchos. Pero fue cosa muy sencilla para otros, cuyas familias alentaron el golpe sin reservas y lo aplaudieron hasta el final. Es decir, hasta que se convirtieron a la democracia y se disfrazaron de peronistas.


Fue precisamente en aquel momento que comenzó a fraguarse, silenciosamente, la división del mundo judicial salteño.

Porque los que se pusieron del lado de los militares golpistas dejaron en evidencia, sin posibilidad de contradicción alguna, que su deseo de poder no estaba limitado más que por la extensión de su propio deseo y que la Constitución y las leyes eran -como alguna vez dijo Jean-Marie Le Pen sobre el Holocausto- «un detalle de la historia».

Aquellos jovencitos querían dejar rápidamente la Facultad y marcharse con un título debajo del brazo, para empezar a enriquecerse. También sin límites.

Los demás, nos contentábamos con acabar nuestras carreras y convertir a nuestro diploma en una modesta herramienta de trabajo y de servicio. La recuperación de las libertades usurpadas necesitaba entonces de personas que pensaran así, pero nuestro escaso número propició que las libertades y los derechos se recuperaran de una forma muy deficiente, como de todos es sabido.

Poco más tarde, cuando los militares, humillados por la derrota en la guerra, se vieron obligados a replegarse y a devolver el poder a los civiles, aquella división volvió a hacerse más nítida, pero esta vez alrededor de las ideas de «democracia» y «progreso».

Los que sufrimos el autoritarismo militar -incluso antes del golpe de 1976- éramos en gran medida partidarios de una idea rooseveltiana del progreso. Quien buena memoria tenga recordará que alguna vez el insigne FDR dijo que «la prueba de nuestro progreso no consiste en saber si añadimos más abundancia a aquellos que tienen mucho, sino en si proporcionamos lo suficiente a aquellos que tienen poco».

Es decir, para unos el progreso consistía en corregir las injusticias sociales más lacerantes y para otros la misma palabra designaba una constante acumulación de bienes, poderes e influencias para una clase tan minúscula como selecta. La idea de democracia pivotaba entonces sobre el mismo eje.

Hacia mediados de los años 80, era realmente curioso ver en Salta a una oleada de profesionales ambiciosos, que no solo querían tener fastuosas residencias en los barrios emergentes, los mejores vehículos (para rodar sobre calles deshechas) y hasta un catamarán amarrado en el Cabra Corral. Para eso no hacía falta seguir estudiando la ciencia jurídica, perfeccionarse y profundizar los conocimientos. Bastaba con hacerse de una red de amigos, conquistar el poder o conseguir que la red se acercase sigilosamente al poder, para intercambiar favores y prebendas.

A mediados de los 90, recuerdo que una pareja de jóvenes empresarios salteños, preocupados por la imagen que los medios de comunicación nacionales estaban proyectando de su negocio, me citaron a una reunión en donde había cinco o seis abogados más, todos ellos convocados para opinar sobre la mejor estrategia que permitiera superar aquel momento. Recuerdo que acudí a la reunión después de haber pasado largas horas estudiando el asunto, de la forma que yo suelo hacerlo (algunos saben de lo que hablo), y con una carpeta en la que llevaba prolijamente escritas al menos cinco estrategias jurídicas diferentes.

El desarrollo de la reunión fue sorprendente: los otros abogados presentes, sin siquiera mostrarse interesados en lo que yo llevaba encima, dijeron casi al unísono: «Hablamos con Dicky Lona y lo solucionamos en un abrir y cerrar de ojos». Fin de la reunión.

Al salir, y mientras caminaba por la calle, no pensé tanto en la inutilidad de mi esfuerzo profesional y en el inmoral atajo de tocar a un juez influyente para que resuelva el asunto a gusto de una de las partes, sino en el motivo por el que fui convocado a la reunión, sabiendo de antemano que mis conocimientos y mi experiencia no iban a ser necesarios. A las pocas cuadras descubrí el motivo: me llamaron porque un hermano mío de aquellas épocas (hoy no tengo ninguno) era un importante funcionario del gobierno nacional, y, sin decírmelo, esta gente esperaba que yo influyera sobre él, para que él, a su vez, influyera sobre el presidente.

Poco añade a este triste panorama decir que fui el único de los abogados que se marchó a pie de aquella absurda reunión. Los demás se montaron en unos vehículos fastuosos, cuyo precio y prestaciones ya se venían insinuando en la mesa de reunión, sobre cuyo desigual lustre vallisto golpeteaban las llaves de los respectivos vehículos. Antes -no sé si ahora- se estilaba presumir de gran capacidad adquisitiva haciendo sonar las llaves de los coches. Hoy probablemente se haga lo mismo poniendo de espaldas un iPhone para que se vea bien la manzanita .

Corolario de la reunión: el abogado pobre -además, mal influyente- no volvió a ser citado nunca. Rápidamente comprendí el porqué.

Un cuarto de siglo después de todo aquello, las cosas apenas si han cambiado en Salta. A pesar de que ahora hay mucho más abogados y jueces que antes, el panorama no parece ser muy diferente. Casi todos quieren ser ricos, poderosos e influyentes. La mayoría por un camino que les obliga a dejar los principios en la puerta, como en algunos buenos hogares coreanos se hace con los zapatos.

Si no se ha tenido -como yo- la suerte de emigrar, los que hemos estudiado con mucho sacrificio y mayor dedicación poco tenemos para hacer en Salta. Nuestros estudios y nuestra experiencia no sirven nada más que para maquillar una realidad incontestable: la de que el poder y la riqueza lo pueden casi todo. La verdadera ley es la ley del más fuerte.

Los pocos idealistas que había conocido en mis épocas universitarias abandonaron rápidamente a Roosevelt y se volcaron como gallinas degolladas a una idea de progreso impuesta -parcialmente- por un conocido self made man salteño, que después de acumular una gran fortuna llegó a coronarse Gobernador de la Provincia, y al que algunos hoy le rinden sentidos homenajes como «precursor de la democracia», y otros, en cambio, lo señalan como un auténtico «precursor químico».

Lo curioso, y antinatural al mismo tiempo, es que la ambición de poder y de riquezas, en vez de atenuarse con la edad, en Salta se intensifica.

Me enorgullezco en haber seguido el camino inverso, porque no solo carezco de cualquier ambición -de dinero, de poder, de influencia o de conquistas amorosas- sino que además vivo en unas condiciones materiales que serían, para cualquiera de los ambiciosos a los que me refiero, sencillamente despreciables.

Pero hay un motivo y quiero contarlo.

No es ya solamente mi incapacidad genética de enriquecerme (rarísima, porque al parecer solo yo, entre varios, ha heredado ese gen) sino una actitud entre epicúrea y estoica del retiro y de la buena vida.

Los que se afanan en Salta por ocupar posiciones influyentes, por rodearse de abundancias, para sí y para su posteridad, no conocen, como yo, los beneficios de la vida retirada, de la vida de sabiduría y de contemplación, que consiste precisamente en eso: en reducir al mínimo las necesidades y no por ello vivir como un ermitaño.

Existe un concepto en la filosofía zen que es el de la refinada pobreza y del cual se deriva la teoría de que se puede vivir refinadamente con muy pocas cosas. Quien menos necesidades tiene, también tiene menos exigencias.

No pretendo dar lecciones de vida a nadie. Que cada quien viva la suya como mejor le plazca. Solo quiero decir que en esta percepción divergente de la idea de progreso se oculta la verdadera razón de la profunda división que hoy existe en el mundo de la abogacía y el Derecho en Salta, que impacta con fuerza singular en el mundo judicial y afecta la calidad de nuestra justicia.

Tal vez si todos tuviésemos una idea homogénea del progreso y comprendiéramos que la vida no se agota en lo que podemos tener sino que es a veces conveniente explorar los límites de nuestro ser, la realidad que cotidianamente vivimos sería muy diferente.

Desde luego lo sería en el mundo de la abogacía y de la judicatura, en donde apuesto a que no hay casi ninguno que sepa lo que es vivir refinadamente con muy pocas cosas.