
La nota común de ambas definiciones salta a la vista: la dificultad o el peligro de la empresa o de la acción. Por tanto, donde no hay dificultad ni peligro no hay ni emprendedor ni emprendimiento.
Dicho en otros términos, que si la cosa viene fácil y el emprendedor no se ve obligado a sortear las dificultades ni hacer frente a los peligros, lo suyo no es un emprendimiento sino otra cosa.
El principal rasgo del emprendedor es su valentía; es decir, su capacidad para asumir retos sin miedo. El otro rasgo distintivo es la motivación que le empuja a salir la zona de confort.
El auténtico emprendedor no rechaza lo fácil, de lo controlable, seguro y tranquilo, pero descree de aquellas condiciones artificiales que fabrican los gobiernos para fomentar los emprendimientos y ocultar así su incapacidad para crear empleo estable y bien remunerado.
El emprendedor es un apasionado que se vale de su estabilidad emocional para mantener el control. Es una persona que sabe sufrir y que confía en la buena suerte más que en la ayuda, siempre interesada, de los gobiernos.
Por eso, cuando vemos los gestos del gobierno de Salta (porque sería muy aventurado llamarlos 'política') en relación con los emprendedores, nos damos cuenta de que la demagogia y la falta de sentido común enfocan la cuestión hacia los subsidios directos e indirectos.
El gobierno ha llegado a la extrema osadía de ufanarse de «entregar emprendimientos»; es decir, de dar a los supuestos empendendores los negocios ya hechos, sin riesgo, sin peligro, sin valentía, sin mística y sin pasión.
Por eso, retocando un poco el refrán, «a buen emprendedor, pocos subsidios».