
La prepotencia verbal tiene una larga y triste historia en nuestra ciudad, en donde si algunas víctimas se pueden destacar sobre otras estas son las que conforman el sufrido colectivo de agentes de tránsito, despreciados por casi todos los estratos de la sociedad; desde los remiseros sudorosos a los altos agricultores con pañuelito de seda verde al cuello.
En alguna ocasión, minoritaria por cierto, los protagonistas de la prepotencia han sido los propios agentes de tránsito, quienes aun sintiéndose aborrecidos hasta los límites de la humillación por sus semejantes, se les ha dado a veces por sacar lustre a su chapa para presumir de haber empapelado a los personajes más influyentes de Salta.
Así ocurrió a mediados de los años 70 cuando un robusto agente de gafas espejadas se acercó a un vehículo mal estacionado en frente del Correo y, con objeto de amedrentar a su conductor, dijo en voz alta: «Ahí donde usted me ve yo le he metido una multa al mismísimo juez federal».
Pero eran otras épocas, ya que los jueces federales en vez de garantizar la vida de los detenidos a su disposición los entregaban a sus asesinos con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda y los conductores de coches tenían razones fundadas para temer, no solo al juez, que era de por sí temible, sino también al agente de tránsito, que en sus ratos libres se dedicaba a picanear trabajadores de una conocida empresa de transporte.
Con la democracia se han modificado muchas cosas. Algunas para bien, otras para mal. Antes los militares gobernaban con una planta de funcionarios muy reducida (en el fondo no estaban entrenados para mandar a más de veinticinco personas a la vez); pero cuando la administración pública comenzó a llenarse de punteros y de inútiles, empezaron a proliferar los funcionarios, las chapas, los carnets y los permisos de estacionamiento libre. Y con ellos se multiplicaron los «intocables» en las calles de Salta.
Los otros días, casi en el mismo momento en que un guardia del Abierto de Australia le prohibió a Roger Federer entrar sin su credencial a un lugar reservado, salió a la luz el vídeo de un empleado público de sexta línea de la Provincia de Salta que fue filmado prepeando al agente de tránsito que le había multado en la calle.
Mientras Federer, más conocido que la ruda, se detenía educadamente y sin pronunciar palabra frente al inflexible guardia, esperando a que su entrenador, que venía algunos pasos más atrás, enseñara la credencial, el prepeadorcito salteño, presuntamente bebido, se saltaba varios semáforos en rojo, insultaba al canita que lo multó y repetía varias veces en su cara la frase favorita del prepotente de turno: ¡Usted no sabe quién soy yo!, que antes solían pronunciar los altos aristócratas, pero que ahora, con tanta mudanza, está al alcance de personajes bastante tostaditos.
El horrible pecado del agente (no conocer a su infraccionado) se solucionó, sin la sanadora intervención del ambiguo obispo Zanchetta, en cuestión de minutos, pues gracias a un teléfono móvil indiscreto, todo el mundo se enteró de quién era aquel que el cana (y probablemente casi todo el mundo) no sabía quién diablos era.
Ahora, después de varios días, la injusticia está felizmente corregida, pues todo el país sabe quién es el infractor. La popularidad ha descendido sobre él, de golpe.
Pero este conocimiento casi universal no servirá para librarlo de las multas de tránsito, porque entre las consecuencias colaterales del incidente se cuenta el fulminante cese dispuesto por la empresa pública Tren a las Nubes, en donde el desconocido-súbitamente-conocido prestaba sus invalorables servicios a la causa.
Es increíble, pero en Salta un empleado de una empresa subdesarrollada puede chapear e incluso salir airoso del envite, como si en vez de trabajar para el Tren a las Nubes trabajara para la Boeing, para Samsung o para Microsoft.
Teniendo en cuenta que el juez federal que se desempeñaba en Salta en aquellas épocas oscuras podía llegar a tomar represalias realmente tremendas contra el agente que lo multó (todos nos imaginamos cuáles), es difícil aventurar ahora qué curso de acción habría seguido el empleado del Tren a las Nubes para vengarse del agente municipal. Tal vez se le hubiera dado por estacionar el convoy en doble fila en el cruce de la calle Ameghino, pero poco más que eso. Es decir, que a menos que el prepotente sea sobrino de Don Corleone, las posibilidades de que el atrevido agente de tránsito aparezca encapuchado en una zanja del camino de cornisa con dos balazos en el cráneo es realmente muy baja.
El Tren a las Nubes debería solucionar rápidamente este doloroso déficit de influencia de sus empleados, acordando, por lo menos, la portación de armas en la perimetral del viaducto de La Polvorilla.