
Los seres humanos nacemos donde el azar indica que debemos nacer. Ninguno de nosotros elegimos el lugar en el que venimos al mundo, y aunque lo hagan nuestros padres, lo normal es que nadie nos pida nuestra opinión sobre ellos o sobre sus decisiones anteriores a nuestra propia existencia.
Todos nosotros somos, en gran medida, producto de la suerte que nos ha tocado en el momento en que se reparten las almas y las inteligencias que las adornan. Pero es este un proceso completamente ajeno a nosotros, sustraído a nuestra influencia, más o menos como los sorteos del Instituto Provincial de la Vivienda.
Sin embargo, a poco de nacer, y cualquiera sea nuestra forma física, el color de nuestra piel o el grado de belleza que portemos, los seres humanos desarrollamos unos lazos afectivos que nos conectan, curiosamente, cada vez más a la tierra en la que nacemos y cada vez menos a los padres que nos han engendrado o a la familia que nos recibe.
¡Cuánta gente hay que ama más a la ciudad en que ha nacido que a sus propios padres o hermanos!
Amar a un trozo de tierra no es malo de suyo, pero tiene el pequeño inconveniente de que, al ser ese amor fijo e incondicional, tenemos la tendencia a perdonarle a «la tierra» todos los malos tratos y vejaciones que nos inflija. Cuántas veces hemos visto o leído que familias enteras a las que la inundación se les ha llevado el rancho entero deciden volver a establecerse en el mismísimo lugar de la tragedia, cuando la razón aconseja maldecir a esa tierra cruel que los ha dejado sin nada y buscarse un terreno algo más firme. A veces no soportamos a nuestras cuñadas, a las que solemos considerar unas brujas uñudas e insoportables, y sin embargo adoramos a los que nos gobiernan, que generalmente son más dañinos que un ejército de parientes malvados.
El problema comienza a asomar cuando los que aman la tierra por encima de su razón se enamoran además de los que viven en ella desde tiempos que son incapaces de recordar, y aborrecen, cada vez más, a los que se han establecido en ella recientemente.
En una entrevista concedida al diario El País el año pasado, Simon SCHAMA, historiador inglés catedrático en la Universidad de Columbia, dice que «lo que vivimos ahora es exactamente el asunto de quién pertenece a un sitio. De la relación entre las comunidades inmigrantes y las establecidas hace tiempo». En su trilogía sobre la historia de los judíos, SCHAMA alude al auge nacionalista en Europa, a la retórica xenófoba en la Casa Blanca y al aumento de los incidentes islamófobos y antisemitas, problemas actuales de nuestra convivencia que están dando forma a la política de nuestros tiempos.
Un poco alarmado por las señales de estos tiempos, el historiador inglés precisa que el tema consiste en saber quién es realmente francés, alemán, húngaro, estadounidense… «ese impulso compulsivo de establecer quiénes son los de dentro y quiénes los de fuera».
Aunque en buena medida referida a los judíos, la obra de SCHAMA explora las dificultades que experimentan muchas personas en las sociedades actuales para «sentirse en casa en dos sitios a la vez». O uno es de un lugar o lo es de otro. Ser de varios a la vez se ha convertido hoy en un raro privilegio.
El cosmopolitismo ha muerto, probablemente con las películas que rodó David Niven en la Costa Azul francesa a mediados de los sesenta. O al menos está muerto para los que no pueden, por falta de recursos, ejercer como ciudadanos del mundo, que es lo que en el fondo les gustaría. Es decir, a los pobres no les queda más remedio que ser y sentirse del lugar en el que han nacido y en el que viven, toda vez que las migraciones -aun las internas- están cada vez peor vistas (solo cuando de pobres se trata), en lo que constituye una enorme paradoja del mundo moderno, pues la movilidad de los seres humanos a través de los territorios nunca ha sido tan fácil como ahora.
En estas condiciones tan particulares, no es extraño que la política haya pasado de ser un espacio de concordia más o menos forzada entre los seres humanos a ser el escenario de absurdas batallas por el predominio territorial. De la superioridad de la raza o de la clase hemos pasado, después de algunos titubeos, a la superioridad de la tierra. Basta para ello fijarse en el discurso de la America first, de Donald Trump, o en la retórica irreductible del independentismo catalán.
En cualquiera de estos casos estamos ante un predominio territorial que arrastra a multitudes, que arroba los corazones de los más débiles y peor informados y que convierte a los seres humanos, no solo en haters, que sería lo de menos, sino, lo que es peor, en esclavos de su territorio, o en objetos subordinados a este, tal como sucedía en la Edad Media.
Emerge Urtubey
Aunque no lo parezca a primera vista, la candidatura a Presidente de la Argentina del salteño Juan Manuel Urtubey es una clara manifestación de esta supremacía de los territorios sobre las personas. Desde este punto de vista se puede decir que la candidatura del Gobernador de Salta resume mejor que cualquier otra lo peor del mundo en el que vivimos. Y eso no es poco decir para un hombre venido de la periferia más agreste y polvorienta.La de Urtubey es la candidatura del «orgullo salteño», un sentimiento que alguna vez describí como una enfermedad mental colectiva, y que se reduce a creer -como creía Groucho Marx- que partiendo de la nada somos capaces de alcanzar más altas cotas de la miseria, ¡y de enorgullecernos por ser tan poca cosa!
El flamante candidato no aspira a llegar a la Casa Rosada para solucionar los problemas del país (unos problemas que no conoce ni por las tapas y sobre los que fantasea abiertamente en charlas insoportables), sino para terminar -según dice él y algunos de sus incondicionales- las «cosas» que están pendientes de hacer en Salta. O Salta es más importante de lo que parece, o sus problemas son realmente tremendos para que la solución a nuestros dramas cotidianos dependa de que «uno de los nuestros» se convierta en Presidente de la Nación. De lo que parece no haber duda es de que el candidato está convencido de que en cuatro años podrá lograr lo que se le ha negado en doce. Si adaptamos el discurso de Donald Trump al de Urtubey, lo que se viene sin dudas es Salta first, lo que significa también gauchos first y curas first, entre otros efectos colaterales del localismo orgulloso que ha conseguido imponer su supremacía a todo el país.
Urtubey se merece sin dudas ser candidato de un territorio y no de las personas que lo habitan, pues en toda la historia de Salta nadie como él ha hecho esfuerzos tan exitosos por asignar a los ciudadanos a sus orígenes; es decir, no ha dejado tarea por hacer para mantenerlos y engordarlos en los lugares en los que han nacido, sin posibilidad ninguna de explorar el mundo, ni siquiera a través de Google. Buen ejemplo de esto es el hashtag #NaciónWichi, que estos días ha animado las redes sociales.
Pero no solo eso. Urtubey, que hoy habla de la «grieta» como si fuera su profético liquidador o el hilo dispuesto a unir los dos bordes de la herida, ha reforzado hasta el infinito la supremacía de la Salta católica y gaucha en desmedro de la «otra» Salta: la que no comulga con el tradicionalismo inmovilista y la que no «comulga» directamente. Hoy, ambos grupos se echan los trastos a la cabeza en Salta (y también fuera de ella, si contamos a la directora de cine de las gafas románticas), mientras el Emperador mira extasiado el espectáculo desde su palco, levitando de un modo sutil sobre las mismas querellas domésticas que él dice haber superado, al menos filosóficamente.
Y razones que tiene para regocijarse, pues si juntamos en una plaza a los salteños de uno y otro grupo, pero para criticar a la tierra que los acoge, seguramente los dos se unirán como buenos hermanos que son y «repudiarán» al unísono y con todas sus entrañas la injustificable afrenta a «la tierra», esa madre generosa que nunca nos ha propinado una bofetada. Eso es lo que ha conseguido Urtubey: que la «grieta» sea personal, jamás territorial.
Tanto empeño le ha puesto Urtubey a su identificación con su lugar de origen, que en poco menos de dos años ha conseguido asimilar a nuestras más rancias costumbres vallistas a su esposa, nacida lejos de Salta y más bien acostumbrada a las luces cegadoras y los oropeles de la opulencia pampeana que a las cabezas pinchudas de los nativos de nuestros valles, las que, por cierto, acostumbra acariciar de vez en cuando.
De llegar a la Presidencia de la Nación, Urtubey será el primer Jefe del Estado impulsado por su Provincia, propulsado por sus aviones, y con su campaña financiada con dinero de unos comprovincianos suyos que no han sido consultados al respecto. De allí que a Salta le espere, a la vuelta de la esquina y sin sudar demasiado, un futuro de abundancia y de felicidad, siempre a condición de que el candidato consiga su propósito final. Si las cosas van como se planea, en poco tiempo, según parece, Salta despertará la envidia cochina de las demás provincias, por su nivel de desarrollo, de cultura y de justicia. Hasta oleremos bien. No es poca cosa, se los aseguro.
Para mi gusto -y yo no cuento, pues formo parte de esa minoría de herejes que mira a Salta desde la distancia- es preferible una Salta no tan próspera e incluso más dividida y conflictiva, a una en la que su territorio y sus habitantes son utilizados de una manera descarada para una finalidad tan poco noble como lo es la de blindar el poder de alguien que se ha obsesionado con él hasta los límites de la enfermedad.
Para empezar, los salteños necesitamos sentirnos en casa en cualquier lugar del país que decidamos pisar, y si me apuran diría que del mundo. Y no lo conseguiremos mientras sigamos prisioneros de nuestros orígenes y en el seno de nuestra sociedad se siga alimentando al monstruo de la xenofobia, como lo ha venido haciendo Urtubey con sus políticas de aire caliente, que le han llevado a subvencionar generosamente y de modo casi compulsivo al gauchaje y la curería, mientras ha dejado que los poetas judíos se mueran en condiciones de extrema pobreza, quién sabe si por ser poetas, por ser judíos, por ser pobres o por atreverse a ser las tres cosas al mismo tiempo.
Si queremos ser varias cosas a la vez, si queremos agitar las banderas que nos apetezca sin tener que ceñirnos al protocolo oficial, si queremos pensar en Güemes como un icono del atraso o pintarlo encima de un unicornio, si queremos hinchar por el Tottenham antes que por Sportivo Comercio, si queremos que Amazon entregue nuestros paquetes con drones en la ventana de nuestra casa, si queremos leer a Flaubert o a Emerson en vez de leer al profesor Cáseres, si queremos ser wichis hoy sin serlo mañana, o a la inversa, el único camino que nos queda es luchar por una Salta universal y abierta, liberada de la doble tiranía de los guardamontes y las sotanas, que nos recuerda cada día y de una forma cada vez más insistente y brutal quiénes son los de dentro y quiénes los de fuera.
El último recordatorio pedagógico ha sido el anuncio de la candidatura presidencial de Urtubey, acompañado de la consigna «el que en mi provincia no me apoya no merece llamarse salteño».
Hoy por hoy la aspiración de una Salta pujante y creativa que supere las taras heredadas de los secuestradores de la salteñidad, tiene una parada ineludible y una tarea pendiente: jubilar a Urtubey votándole en contra, a lo largo y a lo ancho del país.