
En cualquier sociedad en la que escasean la sabiduría, la esperanza y el amor, algunas actividades como la política tienden a la decadencia y a la desaparición. En este tipo de sociedades no suele resultar suficiente tener a un puñado de ilustrados, prolijamente educados en las artes y en la literatura, sobre todo cuando se trata de lidiar con las intrigas de un gobierno que tiene ante sí, a tiro de honda de sus fronteras, el fanatismo y la violencia.
Pero aun en este tipo de sociedades oscurecidas por la desesperanza, dividida profundamente por filias y fobias, por preferencias y aversiones, la política impotente adopta determinadas formas entusiastas, pero neutras, que no dan grandes resultados pero que son, en definitiva, muy dignas de encomio.
La premisa fundamental en estos casos es que la sociedad, en vez de hundirse y aquietarse, debe moverse, de la forma más inquieta y frenética posible, lejos en lo posible de la inquietud ideológica, que es peligrosa y disgregadora por definición. Es una solución ingeniosa que, con mayor o menor grado de conciencia, sirve para trasladar al plano social aquella vieja máxima familiar que dice: «Si hay miseria, que no se note».
Cuando sociedades como estas, por motivos relacionados con sus propias carencias, no son capaces de alumbrar a políticos con capacidad para pensar y para dirigir (dos cualidades que necesariamente deben estar unidas en una misma persona, de lo contrario valen de poco), la inquietud colectiva empuja a producir otro tipo de líderes sociales, que muchas veces se llaman a sí mismos políticos, pero que en otras aceptan sus limitaciones y ejercen su oficio dentro de los límites conocidos y fijados de antemano para lo que usualmente llamamos «animadores sociales».
Cada época sufre sus modas y sus plagas, y no cabe duda las que rigen en este momento son estas que nos han hecho percibir como normales a ese enjambre de organizadores de fiestas con recursos que la política debería destinar a algo un poco más serio. Estas modas han sido abrazadas acríticamente por millares de personas -o de modo transversal, como se dice ahora-, con la complicidad de un gobierno que, por cálculo o por conveniencia, acoge el esperpento, quizá también porque le ha declarado la guerra al buen gusto ciudadano.
Cualquiera sea el nombre que se les quiera dar, se trata de gente que anda sobrada de ideas. No de pensamiento (en el sentido de un conjunto estructurado y coherente de productos del intelecto humano), sino de ideas, generalmente sueltas y dispersas, que en la mayoría de los casos nacen de la necesidad más acuciante pero que en otros casos son el resultado de impulsos diferentes, como el que nos empuja -a veces sin un motivo concreto- a no desperdiciar el tiempo o, simplemente, a no quedarnos quietos. Que todo se mueva para que sigamos quietos, parece ser la consigna.
Y claro; una sociedad desesperanzada que no haya acumulado en el tiempo sabiduría sino costumbres huecas y de poco valor, incluso estético, se retuerce bajo la desgarradura de sus vicios y alimenta todos los días el fantasma de su fracaso. La proliferación de estos precarios líderes sociales, más que alivio por la aparición de potenciales salvadores (algunos disfrazados de gladiadores de mirada torva, flequillo infantil y brazos lastimados), nos trae la confirmación misma de una decadencia que muchas veces no se puede ocultar con un arrebato de dignidad como el de aquellos que brindan al son de «si hay miseria, que no se note».
El liderazgo social -la falsa política- constituye el verdadero gobierno de la sociedad pobre. Habrá, lógicamente, un gobierno formal, pero no estará integrado por hombres o por mujeres capaces de transformar la realidad en la que viven, sino por meros entusiastas del jolgorio, por teóricos desbordados y derrotados a manos de una realidad que juzgan ineluctables. Ese gobierno formal solo existe para decir cosas como: «Pero qué bien que lo está haciendo la señora Jacinta, que solita regentea el merendero de Villa Desolación» o «acompañamos a los payasos que brindan alegrías y sonrisas a los niños en Barrio Oscuridad» o «nuestros patrulleros han cortado la calle para que los bomberos voluntarios puedan entregar juguetes en los barrios más pobres» o «psicólogas del gobierno han ofrecido contención a los abuelos del geriátrico El Hoyo, de Barrio El Olvidado».
No se trata de actividades de poca importancia, por supuesto. Son muy útiles, pero al mismo tiempo hay que decir que son muy poco políticas y, desde luego, bastante indignas para un gobierno democrático.
A veces nos sorprendemos cuando leemos la noticia de que el presidente Donald Trump ha decidido cerrar el gobierno durante algunos días, pero no se nos mueve ni una ceja cuando comprobamos, por ejemplo, que el Gobernador de la Provincia viene a Salta solo dos días a la semana, mientras que los cinco restantes su gobierno permanece, en los hechos, cerrado, sin que haga otra cosa que aplaudir las fiestas que organizan otros con el dinero de todos.
En fin, que en cualquier área sustantiva de gobierno que uno elija, se encontrará con este tipo de actividades y con estos líderes precarios (seguridad, salud, educación, economía, etc.), que son propios de un gobierno que no funciona y necesita sin embargo vivir de la apariencia de perpetuo movimiento. El gobierno de la sociedad desencantada no puede prescindir de aquellos, pues si lo hiciera, moriría de quietud o caería en cuestión de días bajo la piqueta demoledora de los críticos de turno. Políticas las hay pocas; lo que no puede faltar son las fiestas infantiles, los grupos musicales, los escenarios flotantes, las luces omnipresentes, los cronogramas de festejos.
Por supuesto que junto a «la cumbia perpetua» también hay planes faraónicos, para veinticinco o treinta años: ocurrencias cuyo contacto con la realidad es tan remoto y tan inverosímil que muchos -incluso los propios planificadores- prefieren la inmediatez del baile y los festivales a sus elucubraciones futuristas de larguísimo plazo.
Es tiempo, pues, de que nos demos cuenta de que este modo de dirigir a nuestra sociedad ha fracasado y que es preciso buscar y encontrar nuevas formas para encauzar la energía creativa de los ciudadanos y sus deseos de participación en el espacio público. Sencillamente porque no puede ser que el impulso cívico de las personas -que debe ser necesariamente crítico con la estructura de poder vigente- se diluya en actividades de tan escaso valor político añadido como los festejos populares o la organización de la solidaridad social espontánea.
Si nos diésemos cuenta del daño que nos están haciendo los políticos sin ideas que amparan y fomentan este tipo de liderazgo social, inmediatamente exigiríamos que se ponga fin al gobierno eterno de la comisión de corsos y que las estructuras gubernamentales, así como sus recursos, se destinen a cobijar el auténtico pensamiento político, que es justamente el que escasea y el que se debe fomentar si no queremos desaparecer como sociedad en unas pocas décadas.
La ‘comisión de corsos’ sirve para llenar huecos, para pasar el tiempo y para tranquilizar algunas conciencias abusando calculadamente del paternalismo del Estado (el mismo que ejerce el patrón sobre sus peones), pero no sirve para resolver nuestros problemas más graves, los que amenazan nuestra propia existencia como grupo social. Es como si la estructura de la casa dependiera de una vigas de madera que han sido salvajemente carcomidas por las termitas y para solucionar el problema, en vez de reemplazar las vigas defectuosas por otras en condiciones, las pintamos con un par de manos de Albalux, «para que sigan tirando».
No podemos seguir tolerando a un gobierno provincial municipalizado (es decir, permanentemente ocupado en tareas «de proximidad») y a medio centenar de municipalidades mayestáticas soñando con reformar el mundo sin tener ninguna competencia para ello. Hagamos todo posible para que cada quien haga su trabajo, dentro de los límites que corresponden, y no cometer el pecado de esperar exactamente lo mismo de todas las instituciones. ¡Si hasta el Poder Judicial ha caído en las siniestras garras de populismo!
El día que la política tome el comando, pero lo haga de verdad, psicólogas inquietas, excomisarias solidarias, abogados que no conocen una cárcel ni en fotos, encontrarán un lugar más provechoso y más influyente en nuestra sociedad. Unas y otros dejarán de competir para ver quién tiene la idea más alocada para los abuelos, los niños, los perros, los presos o las mujeres en estado de necesidad. La política organizará y racionalizará los impulsos sociales más o menos espontáneos y habrá un gobierno de verdad que tome decisiones serias, asigne prioridades y fije el rumbo de nuestra sociedad hacia el futuro.
Oportunidades para acabar con esta dictadura del mal gusto habrá sin dudas en 2019. Lo que ocurre es que la democracia, que sigue siendo una cuestión de número, sopesará el riesgo de que estos entusiastas pierdan su empleo y es posible que el próximo gobierno también sea, como el actual, rehén de la cumbia.
Pero ya que nos hemos puesto a soñar, pues soñemos con que algún día habrá un gobierno de verdad, movido por el pensamiento y no por ambiciones personales, que sea capaz de asignar a la espontaneidad social un mejor lugar y que acierte a fomentar la participación de los ciudadanos en los asuntos que les conciernen de una forma un poco más digna y relevante que haciéndoles partícipes de un ‘pintacaritas’.