
Si en este momento se me ocurriera tocarle la puerta a un vecino para preguntarle si conoce los últimos detalles de los llamados «cuadernos de Bárcenas» (un caso muy famoso de corrupción política en España), es más que probable que mi vecino se manifieste más informado sobre los recientes fichajes del Atlético de Madrid que sobre la marcha de los procesos por corrupción en España.
Imagino que en la Argentina sucede todo lo contrario. Es decir, que los ciudadanos conocen al dedillo la afilada prosa del chofer Centeno y están pendientes al segundo de los empresarios presuntamente corruptos que faltan por «caer» o «entregarse», y no falta quien entre ellos acuda a marchas para pedir el urgente encarcelamiento de la anterior Jefa del Estado.
Pero esta sería una diferencia meramente anecdótica, de no ser por el hecho de que España no se ha paralizado jamás -que se sepa- por las investigaciones judiciales sobre la corrupción política y económica. Mal que mal, y aunque pierda el Atlético de Madrid, el país sigue funcionando. No sucede así, por lo que veo, en la Argentina, en donde todos está tan pendientes de los cuadernos, del juez que dice haberlos visto, de los arrepentidos que cantan como Pavarotti, de los que sacan tajada del lío y -como sucedió ayer mismo- de los desmentidos de los que -se dice- han sido mencionados por algunos de los declarantes.
Resultado, el país ha dejado de funcionar. Y si no fuese por este motivo, sería por un debate sobre el sexo de los ángeles, la apostasía colectiva o el futuro entrenador de la Selección.
En España y en Francia, donde han habido hechos de corrupción bastante graves (Bárcenas, Rato, Gürtel, Cahuzac, Sarkozy, etc.) pocos son los que reclaman con insistencia el encarcelamiento de los antiguos gobernantes. Sin ir más lejos, el presidente Mariano Rajoy ha abandonado el poder sin helicópteros y sin muertos en los puentes del Manzanares y se ha refugiado en el Registro de la Propiedad, en donde tiene un trabajo fijo desde hace más de treinta años, pero que casi nunca ejerció por haberse dedicado a la política. En todo este tiempo no he escuchado a nadie decir seriamente que quiere ver a Rajoy en la cárcel de Soto del Real o en Alcalá Meco.
No está mal que en un país se debatan las cosas y que haya ciudadanos atentos a lo que hacen o dejan de hacer sus políticos; especialmente cuando estos hacen lo que no deben. Pero todo tiene un límite. No se puede hacer girar todo sobre la corrupción, porque cuando ello sucede todo lo demás pierde importancia. Y aun concediendo que la corrupción es un defecto horrible que se debe combatir, es imposible negar que hay cosas más importantes de las que ocuparse en un momento determinado.
Encarcelar a todo el mundo no es la solución. La moral de una sociedad no se mide por la cantidad de personas que están en la cárcel, sino más bien por lo contrario. El castigo penal deja de ser ejemplarizador y disuasorio cuando se pide y se consigue para la mayor cantidad de personas.
Entre las hienas que piden sangre hay mucha gente que se conforma con ver a los personajes odiosos enfundados en esos horribles chalecos antibalas azules, portando el casco del palomo mensajero. Hecha la foto, consumada la humillación, la mayoría se desentiende del asunto. Son muy pocos los que en realidad se interesan por la suerte que corre en la cárcel el presunto ladrón, como no sea para desear que sea sometido a la sodomía reglamentaria.
Si hay que ocuparse de la corrupción, lo primero que hay que hacer es evitar que el país se detenga, que los ciudadanos vivan con el Jesús en la boca y que en sus smartphones solo aparezcan alertas de escándalos. Después, al mismo tiempo que se trabaja en la investigación y el castigo, hay que sentarse a pensar por qué suceden estas cosas. No solo los robos, sino también la anulación de una sociedad que se preocupa más por los efectos superficiales que por las causas profundas.
De todo esto tienen la culpa los ciudadanos, por supuesto; pero mucha más culpa tiene el gobierno, por no acertar a decirles a los gobernados que el país necesita de ellos no como fiscales implacables a tiempo completo que vociferan en las redes sociales, sino como personas serenas y reflexivas que ayuden a resolver los problemas, y no a hacerlos más grandes de lo que son.