
La fiesta del Milagro y la de Güemes se parecen en Salta como dos gotas de agua. No tenemos los salteños muchas formas de celebrar, así que lo que vale para una fiesta vale para la otra. Hasta el punto de que al pobre Señor del Milagro se lo disfraza de gaucho, con el aplauso cómplice del Arzobispo.
Pero la confusión de ritos y de santos tiene un importante límite: el presupuesto del Estado. Cuando de dinero contante y sonante se trata, las fiestas dejan de ser iguales.
Y porque no son iguales, llega un momento en el que, para mover los caballos de los gauchos (para que no les falte agüita y pastito), el gobierno provincial extiende un generoso cheque de más de 20.000 dólares, que venimos a descubrir ahora, el año pasado fue de 40.000 (ya que el dólar valía la mitad que ahora).
Pero a los peregrinos -algunos de los cuales llegan a la ciudad montados- no se les proporciona la misma asistencia financiera. Tal vez, porque sus caballos no son tan tiquismiquis y se aguantan religiosamente las grandes distancias, como debe ser, por otra parte.
El caso es que gauchos y peregrinos, los dos grupos sociológicos más importantes de nuestros grandes fastos «nacionales» disfrutan en Salta de un tratamiento presupuestario asimétrico, que bien podría decirse que es incluso discriminatorio.
Lo que se traduce también en diferentes obligaciones de cara al medio ambiente.
Así, a los peregrinos se les obliga a vacunar a sus perros, a cortarles las uñas, a colocarles un bozal y a recoger sus suciedades, pero los gauchos llegan al desfile con unos caballos que -seguramente a causa de la mala digestión del carísimo forraje que consumen- dejan la avenida Uruguay tapizada de «bocaditos de acelga» -muy malolientes, por otra parte- que luego no recogen ellos, sino los esforzados trabajadores municipales.
Con tanto dinero, que -según el gobierno- va a parar al estómago de los equinos, es casi una obligación trasladarlos en furgones especiales. No vaya a ser que el animal se nos hiele o se «descompense» por venir andando desde La Troja.
Para el año que viene, en vez de comprar forraje de Islandia para los matungos, convendría adquirir -por administración, directamente- unas latas de Beef-A-Reeno, aquel guiso con el que fue alimentado en Nueva York el caballo Rusty, antes de que empezara su concierto de gases alrededor del Central Park.
La cosa se equilibraría muchísimo si a cada grupo de peregrinos, en razón de su invalorable contribución a la cultura del terruño, el Ministro de Gobierno le entregara al llegar un cheque de 20.000 dólares, libres de impuestos, para que hagan con esa platita lo que les venga en gana: acicalar a sus perros, comprarse ojotas nuevas, curar sus callos, alimentar a sus caballos con humitas frescas y trozos de chancaca sobrantes del cierre del ingenio San Isidro, o chupar hasta caer rendidos, como algunos gauchos.
¿Por qué le vamos a pagar la fiesta a los gauchos y no a los peregrinos? ¿No es un poco injusto?