Entre gauchos y peronistas anda el juego

  • El autor repasa en estas líneas los orígenes de las históricas diferencias sociales e ideológicas entre los gauchos aristocráticos de Salta y los peronistas de la década de los 60 y 70.
  • Recuerdos de la infancia
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Hubo un tiempo, ya bastante lejano, en que conocí el peronismo a fondo. Hasta sus más recónditos vericuetos. Una especie de beca infantil -no dotada económicamente- me puso en contacto con aquel enrevesado enjambre sociológico, del que guardo, por supuesto, una viva memoria.


No es mi intención esbozar un retrato del peronismo de aquella época, a pesar de que podría hacerlo con solo decir que el que yo conocí era un peronismo perseguido, casi clandestino, que celebraba misas por Eva Perón en iglesias muy humildes, con dirigentes pobres y unos militantes que hablaban en voz baja. Muy diferente, en todo caso, al de hoy.

Entre «las bases», como se las llamaba entonces, había de todo: enfermeros, maestras, chapistas, policías de tránsito (generalmente de incógnito), pequeños profesionales, punteros entusiastas, señoritas de verbo fluido, lustras de doble vida, jóvenes sobrecargados de libros, en fin; de todo... menos gauchos.

No me refiero al campesino que vestía como tal -que sí los había, aunque pocos- sino más bien al gaucho aristocrático y tradicionalista, al señor de las fincas. Ser gaucho y ser peronista, en aquellas épocas, eran cosas más bien incompatibles.

Desde luego no quiero que se entienda esta afirmación en términos absolutos, porque, más entre peronistas que entre gauchos, las cosas nunca han sido tajantes y absolutas en Salta.

Lo que sí puedo decir es que a los tres grandes sectores ideológicos del peronismo de aquel entonces, a pesar de todo lo que les separaba, les unía una cierta desconfianza común hacia los gauchos de pedigrí. Las razones me las reservo.

No puedo decir, de ninguna manera, que el peronismo de entonces y el de todas las épocas no tuviese un ala aristocrática bien estructurada e influyente, pues siempre la tuvo. Pero sí que en momentos de gran angustia para la grey peronista -a causa de la falta de libertades, de su proscripción, del exilio de su líder, del destino desconocido del cadáver de Evita- la condición de gaucho con poder, de niño bien de caballo por la mañana y Sporting Club por la tarde, representaba algo así como la quintaesencia del antagonista social e ideológico.

Con el tiempo, los gauchos se han acercado al peronismo, como lo han hecho otros sectores visceralmente antiperonistas, sin que los famosos anticuerpos que tanto había idealizado el anciano general se hubiesen puesto en funcionamiento. No parece que este acercamiento sea malo de suyo. En tantas cosas se equivocó Perón que esta es casi una anécdota.

El peronismo que yo conocí dejó de existir hace mucho tiempo, pero, según veo, el gauchaje ha cambiado bastante poco. No en vano muchos de ellos se proclaman «tradicionalistas». Justamente, porque conservar es la razón de ser de su existencia; algo que -si se me permite- siempre ha sido contemplado como regresivo por el llamado peronismo esencial.

A ningún peronista de los tiempos pretéritos de los que hablo se le habría ocurrido subvencionar a los gauchos con importantes cantidades de dinero ni convertirlos en socios del gobierno o en árbitro de cuestiones urbanísticas o educativas. Algo así era como demasiado. Ahora quizá no tanto.

Tampoco -según entiendo yo- ninguno de esos orgullosos gauchos de aquellas épocas, entre los que había señores de una obstinada decencia personal (escribanos, altos juristas, finísimos cirujanos, odontólogos de nota, agricultores progresistas, etc.), habría permitido que el peronismo los subvencionase o los manipulase de ninguna manera. Dicho en otros términos, que tenían un sentido del honor tan desarrollado que era difícil que viniera alguien de afuera -y menos con dinero del pueblo- a pagarles el vino.

Pero, como digo, los tiempos son los que son. Yo no soy nadie para juzgar a unos y a otros. Solo me limito -así lo he intentado- a contemplar con cierta sorpresa y no poca nostalgia los cambios de época y los virajes. Yo también he cambiado y no por ello creo haber cometido ningún pecado.

Un recuerdo de la infancia

Para finalizar, quisiera compartir una anécdota personal.

En el año 1969, la señorita Sara Barni, mi maestra de séptimo grado, me encargó representar a la Escuela Urquiza en un concurso de declamación que se iba a realizar en el entonces Cine Victoria. Alguien eligió para que recitara unos versos de don Julio Díaz Villalba, que exigían que me vistiera de gaucho.

Solo recuerdo que me prestaron -porque yo nunca tuve, ni mis hermanos tampoco- un traje de gaucho impecable y un poncho todavía más bonito. El kit incluía un finísimo pañuelo reglamentario de 120 x 120.

Vaya a saber uno por qué, el día de la actuación, en vez de vestirme de gaucho, me vestí de coya, con un poncho raído, unos pantalones a media asta, unas ojotas dos números más grande y un sombrero de tipo Uluncha que tenía más agujeros que el poncho.

La actuación salió perfecta; no por mi declamación ni por mi vestuario, sino por la cara, que me ayudó a componer el personaje perfecto. Nadie me hubiera creído si me disfrazaba de gaucho.

That's all folks!

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