Los vacíos de un discurso vacío

  • Poco ha cambiado el discurso del Gobernador de la Provincia frente a la Asamblea Legislativa. El nivel global de autocrítica sigue siendo consistente con ese enamoramiento de sí mismo que tantas penurias ha traído a los salteños y que tantas oportunidades les ha hecho perder.
  • Urtubey ante la Asamblea Legislativa
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Han bastado tres o cuatro frases para que quienes escuchábamos lo que -imaginamos- sería el penúltimo discurso del Gobernador de Salta ante la Asamblea Legislativa, nos diésemos cuenta de que la democracia que nos hemos inventado está hecha de palabras huecas, de promesas incumplidas, de optimismos irreductibles y de esperanzas inalcanzables.


Como en ocasiones anteriores, pero quizá menos, el de hoy ha sido otro discurso del «yo», como si la democracia no fuese en realidad un esfuerzo de cooperación entre iguales, sino una especie de neblina semitransparente que brota de una lámpara mágica que está en poder de un solo hombre, del que se esperan todas las soluciones, o el desastre.

Lo más notable del ejercicio de escuchar al elegido no ha sido ni el silencio atronador que vociferaban las sillas vacías, ni los tibios aplausos cautivos, sino el comprobar cómo el paso del tiempo y la repetición más o menos mecánica de este tipo de discursos vacíos ha conseguido que el personaje acreciente de forma notable su solvencia dialéctica, mediante un mejor manejo de los tiempos, de las pausas, de los silencios y del tono de la voz. Todos estos recursos, y algún otro que no alcanzamos a descifrar, le han venido como anillo al dedo para ocultar ese desierto enorme que existe en aquella parte del cerebro destinada a almacenar las ideas.

La democracia, cuando funciona como una empresa colectiva, puede cultivar desiertos en algunas cabezas sin mengua de su eficacia; pero cuando asume la forma de «just-one-man democracy», el cerebro yermo provoca auténticos estragos.

Ya en otras ocasiones hemos escuchado al Gobernador echar balones afuera, trasladando la responsabilidad de sus fracasos al gobierno nacional, a la tiranía de los mercados, al triste destino común de las tierras alejadas del puerto, al pasado o al kirchnerismo. Poco ha cambiado el discurso en este aspecto, ya que el nivel global de autocrítica sigue siendo consistente con ese enamoramiento de sí mismo que tantas penurias ha traído a los salteños y que tantas oportunidades les ha hecho perder.

El Gobernador de Salta ha hablado mucho de sí mismo, en primera persona; algo menos de sus opositores y casi nada de la sociedad a la que gobierna, a pesar de las señales cada vez más intensas de que algo no muy bueno está pasando también en aquellas (pocas) esferas de la vida humana que no controla el gobierno. Y para que conste, no hablamos de la famosa «grieta», que aunque existe y es un factor de bloqueo del entendimiento entre diferentes, no es el principal problema que afecta y distorsiona la vida cotidiana de los salteños.

Sin dudas, es realmente curioso que un hombre que formó parte de la «grieta» y alentó la fractura mientras pudo y le resultó rentable para sus intereses personales, ahora reniegue de ella y se proclame por encima de banderías. Lamentablemente, el Gobernador de Salta no tiene ni la talla humana, ni la edad adecuada, ni la dimensión intelectual que se requiere para jugar a ser el «peace maker» de una Argentina sumergida en el odio e interesada más en perpetuarlo que en superarlo.

Lo peor de todo, quizá, es que el Gobernador ha desaprovechado su mayor fluidez argumental y su (inevitable) mayor capacidad política para dirigirse a la sociedad con un mensaje de rebeldía y de cambio. Lo suyo es y ha sido la defensa del statu quo, con la consabida mirada contemplativa hacia la pobreza y otros males sociales, a los que su gobierno -lastrado por una alarmante falta de recursos eficientes- no suele dedicarle nada más que palabras y frases políticamente correctas.

La corrección

Precisamente, el problema que enfrentamos es de corrección. De eso debió haber hablado el Gobernador en su discurso, y no gastar el tiempo en el repaso de sus «logros» que, si se los proyecta en tiempo (diez años y cuatro meses), podrá comprobarse que son muy pobres.

Nos referimos a la corrección como actitud social estimulada por su gobierno, a través de los medios de comunicación a los que controla y reforzada por estructuras de dominación como la Policía, los gauchos organizados, los jueces domesticados y la Iglesia. Entre todos han encontrado la fórmula de volver a la dictadura, sin golpes militares, sin tanques en las calles, con elecciones periódicas, cámaras legislativas y toda la parafernalia democrática.

Los salteños no nos damos cuenta de que, a diario, una tropa de censores, represores, inquisidores, prohibicionistas y dictadores nos señala puntualmente lo que tenemos que pensar o hacer, la forma de vestir, la forma de disfrutar, pero también la forma de indignarnos. Casi tan grave como todo esto es comprobar cómo, entre todos, se han organizado para decirnos qué cosas nos deben provocar indignación y hasta nos dictan las palabras que tenemos que emplear para dejar nuestra indignación patente en las redes sociales o en los comentarios de los diarios.

Insisto: de todo esto no es ajeno el gobierno, porque aunque pretenda que sus pautas de rectitud o de corrección solo se aplican a sí mismo, no falta el día en que alguno de los que depende directamente del Gobernador, o el Gobernador mismo, muestra su abierto desprecio por la libertad del prójimo. Cuando los diarios, antes de dar una noticia, la califican como «aberrante», «indignante», «insólita» o «repudiable» (solo para citar algunos de los adjetivos que suelen acompañar a la información), alguien está detrás de unas cortinas intentando imponer unos criterios de valoración a toda la ciudadanía, con el guiño cómplice de un gobierno que lidera la invasión de los espacios más íntimos del individuo.

No quisiera limitar este fenómeno a los medios de comunicación, pero parecería que entre ellos se ha entablado una especie de competencia para ver quién despierta los peores sentimientos y estimula las peores reacciones de la gente. Lo cual, casi siempre ocurre cuando se trata de contar sucesos como abusos, violaciones, motochorrerías, asesinatos o miserias siempre remotas (jamás locales) y casi nunca cuando las noticias afectan a los que gobiernan. Sus vicios, sus taras, sus corruptelas no son, por mor de este prisma distorsivo, materias que deban despertar la indignación ciudadana o escandalizar a quienes los padecen.

En este punto ha fallado el Gobernador de la Provincia esta mañana. No ha sabido situar al gobierno de cara a un fenómeno que está dividiendo a la sociedad, tanto o más que la famosa «grieta». Ni el Gobernador ni quienes le aplaudían con sordina parecen comprender que estamos ante una tragedia de baja intensidad pero de efectos calamitosos, porque aunque nos esforcemos por escapar de los estereotipos, estamos prisioneros de la indignación teledirigida, del escándalo programado, de las aberraciones de diseño, que parecen pensadas a la medida de quienes están más interesados en que no se hable ni se discuta de los asuntos verdaderamente importantes.

Cuanto mayor es la indignación y mayor la cantidad y variedad de noticias «aberrantes», el ruido que se genera y las energías que se dispersan son suficientes para evitar que los individuos que forman la sociedad ejerzan su libertad, para pensar, para valorar, para elegir y para fijar su atención en los temas importantes.

Si a eso le sumamos que cada vez son más los que quieren dirigirnos la vida, elegir por nosotros, imponernos sus ideas, sus criterios, su concepto de la honradez o la rectitud, su forma de vivir la vida, es que tenemos que concluir que el señor Gobernador de la Provincia, el del discurso tercermundista, en realidad es la cabeza visible de una dictadura, que quizá no se ha planteado -como las de antaño- el exterminio físico de los disidentes pero sí se ha tomado muy en serio la misión de hacer desaparecer la disidencia, reclamando para sí el monopolio de la indignación, la interpretación única del significado de los símbolos y la configuración de los conceptos de libertad y democracia.

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