
Cuando un «alumnito» no se porta como es debido, lo más lógico es acusarlo con la maestra. Cuando un juez abusa de su autoridad, se le aplica un correctivo en forma de vídeo viral. Cuando es un legislador el que incurre en algún tipo de desvío, enseguida viene el diputado Godoy y lo pone en vereda, con el reglamento por montera. Al mismo Gobernador -que suele portarse como un chiquillo malcriado más veces de las que sería recomendable- se lo escracha a la salida de las universidades y cuando es el Arzobispo quien hasta aquí ha caminado por los caminos de la perdición, olvidado de su Dios y Redentor, siempre queda el recurso de Roma.
Pero cuando se portan mal los gauchos, la situación cambia dramáticamente. Con ellos no funciona la jerarquía sancionadora habitual. Nadie -excepto Lucrecia Martel, y por vía epistolar- puede referirse a los excesos, abusos y perversiones de los que llevan el poncho en el alma y en el hombro.
Los gauchos en Salta -sea que estén empadronados en esa prolífica asociación que tradicionalmente los agrupa, sea que no- van por la vida con una insultante seguridad sobre sí mismos, que extiende hasta límites insospechados las libertades propias, en la misma medida en que avanzan contra las libertades ajenas.
Por esa razón es que la señora Martel ha hecho lo que cualquiera en su misma posición hubiera hecho: tirarle las orejas al Gobernador y al Arzobispo, de quienes se piensan que tienen sobre los gauchos una especie de mando entre militar y espiritual.
Pero con el respeto que se le debe a esta gran dama del cine (un respeto, por cierto, un tanto violado los últimos días) hay que decir que la pretensión de que Urtubey y Cargnello asuman las culpas de los gauchos o cooperen para deshacer sus desaguisados, es un poco vana.
Los gauchos son valientes, sí, pero no porque no teman al peligro sino porque su desparpajo hace que no se enfrenten a ninguno. ¿Quién podría temer a la Ley cuando se considera por encima de ella?
Al menos el Arzobispo está constreñido por los Evangelios y el Gobernador -aunque a su modo-, topado por la Constitución. Pero los gauchos no tienen diques. Ellos son gauchos. Y si tienen que ponerle un poncho a la misma cruz que cargó nuestro Redentor sobre sus espaldas camino del Calvario en plena Semana Santa, no tienen problema. No habrá una María Magdalena que llore para que quiten el paño del símbolo de la cristiandad (la gaucha y la no gaucha) por antonomasia.
Si miramos con un cierto cuidado esta particular situación cívico-gaucha-eclesial, veremos que ni el sonriente Arzobispo (al parecer, víctima de una Pascua prematura) puede evitar que los gauchos, que despintan pañuelos de los lugares en donde se montan los kioscos saludables para celíacos, les pinten ponchos a nuestro Cristo crucificado. Y si a eso le sumamos que Urtubey está más preocupado por los rayones en el capot de su camioneta que por las libertades públicas, la memoria y todo ese rollo, tenemos que concluir que nuestra cineasta, en su infinita capacidad para inventar escenarios imaginarios y situaciones absurdas, ha creído con libérrima audacia artística que los gauchos tenían en Salta quien les tire de las orejas.
Y no. ¡Qué se le va a hacer!