
Desde hace muchos años vengo insistiendo en la idea de que nuestros ciudadanos más desfavorecidos deben tener acceso, primero, a los derechos de ciudadanía (que les son sistemáticamente negados, por un mero cálculo de poder), y solo después a las prestaciones del Estado del Bienestar. Hacerlo al revés está muy bien para ganar elecciones, pero no para construir una sociedad civil fuerte y favorecer la emergencia de una ciudadanía comprometida con los valores de la democracia.
Los dos últimos gobernadores de Salta han utilizado la mayor parte de su poder y de su tiempo en acrecentar sus propias figuras, en un intento de colocarse por encima del resto de los mortales, como si fuesen semidioses intocables, y muy poco se han esforzado en buscar soluciones para la amarga desigualdad que divide a los salteños, hoy más profundamente que nunca, y que los mantiene aletargados y casi resignados a vivir una ciudadanía incompleta.
Pero cuando lo han hecho -no se puede negar que lo hayan intentado- han preferido desechar cualquier idea que apuntase al fortalecimiento de la ciudadanía, de las libertades y los derechos fundamentales, y han optado por ese atajo que consiste en demostrar compasión, en regalar lo que se pueda sin leyes que los amparen, y así han convertido a cientos de miles de salteños en carne de cañón electoral.
Esto es sencillamente inadmisible.
Los dos gobernadores, en momentos cronológicamente diferentes pero muy similares desde el punto de vista histórico, han tenido su «momento de oro» para bregar por el progreso de todos, pero lo han desperdiciado sin remedio al hacer una apuesta muy consistente por el bienestar de unos cuantos. Y desde luego una apuesta por el bienestar propio, puesto que, en su particular aritmética, a nadie se le ocurriría hoy votar para Presidente a una persona sin recursos económicos cuantiosos.
Resultado de esta operación es la sustitución calculada de la igualdad como fin último de la organización democrática, por la compasión como virtud religiosa. Nada de lo que hace el gobierno en materia de asistencia a las clases menos favorecidas es para lograr que los individuos tomen conciencia de sus derechos como ciudadanos, sino para que adviertan que el poder «los tiene en cuenta», pero no como ciudadanos (porque no le conviene) sino como seres en perpetuo estado de necesidad.
Hay que advertir también que, a pesar del deseo más íntimo de los dos mandatarios, la puesta en marcha de las políticas compasivas ha sido fragmentaria e intermitente. Es imposible conquistar la justicia social y el progreso en una sociedad que se ve obligada a atender primero las necesidades y ambiciones personales de dos políticos que se creen que han nacido para mandar a los demás desde los más altos niveles. La obsesión por el propio poder les ha impedido, tanto al uno como al otro, ser eficientes también en el asistencialismo compasivo.
A los dos, por razones muy parecidas a estas, les ha tocado en suerte liderar lo que podríamos llamar el «empobrecimiento de la pobreza»; es decir unos procesos de extensión horizontal y vertical de las condiciones de precariedad extrema en que se desenvuelve la vida de cientos de miles de salteños, cuya suerte en muchos casos está confiada a la caridad, a los milagros de nuestros Patronos Tutelares y a las bendiciones de la Pachamama.
Cientos de miles de comprovincianos sobreviven a duras penas, instalados en una precariedad, inestabilidad y vulnerabilidad permanentes, que se ofrece como el precio, no para que la economía crezca y la sociedad se fortalezca, sino para que los poderosos aumenten aún más sus márgenes de influencia. ¡Si al menos la compasión funcionara bien!
Como expuse en un escrito anterior, antes que su Constitución, Salta debe cambiar su modelo de solidaridad social. Y lo puede hacer bajo el amparo del actual texto constitucional, aunque no sin un intenso trabajo político y legislativo que apunte en una dirección muy concreta: la de eliminar la discrecionalidad del Gobernador en la asignación de los recursos públicos y conseguir levantar un sistema legal sólido y estable que ampare el ejercicio de unos derechos que hoy solo el Gobernador decide cuándo, cómo, dónde y quiénes los pueden ejercer.
En suma, reemplazar la compasión y la subjetividad del gobernante por un sistema neutral, políticamente equidistante, difícil de manipular en la coyuntura y que sirva a todos por igual, cualesquiera que sean sus preferencias ideológicas, su domicilio, su renta o su orientación sexual.