
Uno de los detalles más llamativos de las inundaciones que aún afectan a una vasta extensión del territorio provincial es que en el mismo momento en que unas diez mil personas se hallaban en serio riesgo de evacuación y desplazamiento, una corriente solidaria (privada, pero coordinada a través de instituciones públicas) consideró que el ingente drama humano se podría moderar si se atendían las necesidades de los perros de las personas en peligro.
No está muy claro si esta peculiar visión de la solidaridad priorizaba el auxilio a los animales domésticos antes que la ayuda a sus dueños.
Lo cierto es que, por esas cosas que tienen las catástrofes, la ayuda a los perros funcionó en Salta a las mil maravillas, mientras que la destinada a los seres humanos no fue ni tan efectiva ni tan satisfactoria para sus destinatarios, a juzgar por las quejas exteriorizadas por muchas personas.
Una de las razones posibles de este desfase humanitario es que los perros no se quejan y los humanos sí, aunque también hay que reconocer que las necesidades de unos y otros son bastante diferentes.
Pero si lo vemos del lado del sujeto activo, daría toda la impresión de que los humanos son más disciplinados y rigurosos cuando se trata de atender a los perros (súbitamente convertidos en chumucos, como el de la fotografía) y que no lo son tanto cuando de lo que se trata es de rescatar a semejantes en peligro.
Las malas lenguas insinúan que fue relativamente fácil ayudar a los perros inundados, porque como no tenían nada, lo perdieron todo. Y al perder todo, no perdieron nada. Este razonamiento de implacable lógica fue efectuado por un moderno Réné Descartes, entrevistado en un programa de televisión de alcance nacional.
No se sabe con exactitud cuántos viajes de zodiacs han hecho falta para salvar a los perros de un ahogamiento casi seguro. Tampoco se sabe cuántas personas se podrían haber rescatado en las mismas embarcaciones, de no haber sido estas destinadas al salvamento canino. Lo que se sabe es que la mayor dificultad de las operaciones post-rescate (contada por un bombero) es que los perros tienen la pésima costumbre, cuando están mojados, de sacudir violentamente su cuerpo para achicar agua de su pelambrera, distribuyendo una especie de spray (normalmente con intenso olor a perro) entre las personas circundantes.
Fuera de este pequeño inconveniente, las toneladas de frazadas, pasamontañas y alimento balanceado para canes que se despacharon desde la opulenta ciudad de Salta a la periferia inundada llegaron todas a su destino; es decir, no hicieron aduana en el garaje de ningún concejal de la zona, como al parecer sí sucedió con algunos freebies que estaban dirigidos a los seres humanos.
El éxito de la operación de solidaridad perruna nos deja finalmente otra lección: se podría acabar en poco tiempo con la corrupción, si en vez de consumir tablets, teléfonos celulares, reproductores de MP3, minicomponentes, heladeras, televisores LED y lavadoras superautomatiquísimas, los seres humanos saciáramos nuestras necesidades con algunos objetos menos pretenciosos. Por ejemplo, si en vez de camas mullidas nos conformáramos con dormir en cuchas, o si en vez de relojes suizos gastáramos collares de cuero.
Es decir, que si viviéramos todos como perros, no solo seríamos todos más solidarios, sino que también seríamos todos menos corruptos.