Sepamos distinguir entre solidaridad e improvisación

  • Antes que colchones, frazadas, zapatillas y chapas, la solidaridad organizada se expresa a través de otros mecanismos como el pago de impuestos, las transferencias entre grupos sociales, el empleo registrado, los salarios suficientes, las rentas de sustitución o las prestaciones asistenciales. Es decir, a través de respuestas institucionales que en Salta se encuentran infradesarrolladas.
  • Respuesta frente a las calamidades

La solidaridad es un valor esencial de la convivencia entre seres humanos, hasta el punto de que, para algunos, constituye la auténtica base de la sociedad en la que vivimos.


Su importancia obliga a que los mecanismos de que disponemos para cuidarnos los unos a los otros y asegurar nuestra supervivencia frente a las amenazas que nos rodean sean organizados de una manera eficiente. Da igual si esa organización es impuesta por el Estado o definida de forma autónoma por los miembros de la sociedad civil. Lo que de verdad importa es que frente a las amenazas y a las catástrofes consumadas, el auxilio de nuestros semejantes sea posible a través de redes preexistentes y que se lleve a cabo de una forma racional, previsible y controlada.

Hay quien entiende que la solidaridad es el único modo de paliar aquella situaciones dolorosas en las que el Estado está ausente o no actúa correctamente. La reacción popular organizada y metódica suele ser muy efectiva frente al abandono de los gobiernos, pero en las sociedades y los tiempos en que vivimos ninguna solución aparece como posible en ausencia de mecanismos institucionalizados de solidaridad. Es decir, cuando la respuesta -de los gobiernos o de la sociedad civil- está basada en la improvisación.

Cuando la solidaridad se ejerce de forma natural, sin controles, sin planificación previa y a impulso de los efectos de las catástrofes o las necesidades sociales, quienes la ejercen no solo pierden efectividad sino que también se dejan en el camino su legitimidad.

El gobierno que carece de recursos (materiales, pero también organizativos) para coordinar la respuesta social y canalizar los impulsos solidarios, deja enormes espacios librados a la arbitrariedad, al ensayo, a la discriminación y a la injusticia. Solo cuando la solidaridad se ejerce en base a normas y criterios objetivos y racionales puede alcanzar la efectividad deseada y un óptimo grado de moralidad.

En estos días se ha visto cómo el gobierno de Salta, que durante años ha vendido a los ciudadanos que lo tiene todo absolutamente controlado (desde los caprichos de la meteorología a las oscilaciones de los mercados) se ha visto sorprendido y desbordado por la crecida de los ríos del norte de la Provincia. Pero, con ser grave esta situación, es más preocupante todavía que el mismo gobierno se muestre sorprendido y desbordado por una respuesta social solidaria que no tiene ninguna forma de coordinar u organizar debidamente.

A finales del pasado mes de enero, el río Sena alcanzó cotas históricas en París. El fenómeno, que se repite con cierta frecuencia, ha obligado a cerrar los museos del Louvre y de Orsay, así como varias estaciones ferroviarias. La comparación puede ser exagerada, puesto que las dimensiones humanas y culturales de la capital francesa y los recursos con que cuenta para hacer frente a este tipo de eventos son muy diferentes a los de las poblaciones ribereñas del río Pilcomayo en Salta.

Pero la comparación es útil porque París tiene todo preparado para enfrentar una calamidad provocada por su emblemático río; es decir, que los mecanismos de auxilio y las redes de solidaridad están allí previamente dispuestas, y, aunque se produjeran graves consecuencias, es seguro que las autoridades municipales de París primero y las de la región Île de France después se pondrían al frente de las operaciones y no dejarían que el Arzobispo (cuya catedral se encuentra, por cierto, en una isla del Sena, amenazada de inundación) tuviera que empeñar su autoridad y su prestigio para suplir la inoperancia o la inacción de los agentes públicos, como sí ocurrió en Salta.

No se puede decir de ningún modo que el pueblo de París sea más solidario que el de Salta. La historia demuestra que el espíritu que anima a evitar o mitigar las desgracias del prójimo es parecido en los dos espacios. Lo que sí se puede afirmar, con contundencia, es que el margen de improvisación es muchísimo menor en París, como lo es en la mayoría de las ciudades importantes del mundo.

En Salta, por el contrario, el buen corazón de sus habitantes tropieza con la virtual ausencia de redes de solidaridad eficaces, con la falta de un voluntariado estable y comprometido, con el carácter artesanal de muchos de los servicios de emergencia, con el paternalismo del gobierno (que trata a las poblaciones vulnerables como animales en peligro de extinción), con la interferencia no siempre bienhechora de algunas organizaciones como la iglesia católica y con una pobreza generalizada de recursos.

Antes que colchones, frazadas, zapatillas y chapas, la solidaridad organizada se expresa a través de otros mecanismos como el pago de impuestos, las transferencias entre grupos sociales, el empleo registrado, los salarios suficientes, las rentas de sustitución o las prestaciones asistenciales. Es decir, a través de respuestas institucionales que en Salta se encuentran infradesarrolladas.

Las calmidades son mucho más dolorosas cuando la improvisación toma el lugar de la solidaridad organizada, cuando las carencias del Estado obligan a movilizar recursos de una forma precipitada y sin controles y cuando el gobierno renuncia voluntariamente a liderar la respuesta social y deja librada la asistencia de los daminificados al alma caritativa de los conciudadanos, a la colaboración de los gobiernos vecinos o a la intercesión milagrosa de los sacerdotes.

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