
El crecimiento cuantitativo que ha experimentado Salta en los últimos años es innegable. Tres datos lo confirman: cada año la Procesión del Milagro convoca a una mayor cantidad de fieles, y cada año también hay más pobres y aparecen más mujeres muertas en los pastizales.
A primera vista parece contradictorio que en una sociedad tan religiosa como la nuestra se produzcan fenómenos como la pobreza (que desnuda la falta de caridad cristiana) y el asesinato sistemático de mujeres indefensas, que exterioriza el desprecio de los lugareños hacia el quinto mandamiento.
Pero los salteños no se preocupan ni por lo uno ni por lo otro. Aplauden a rabiar las manifestaciones religiosas, sin importarles quién las organiza, ni a qué dios se venera. Un día puede ser la Iglesia, al siguiente los mismos fieles y más tarde el gobierno. Tampoco importa si se honra al Dios de los cristianos o la Pachamama. Las procesiones y las mortificaciones penitenciales se alternan en Salta con los bailes, con los excesos de alcohol y de drogas, con las agresiones sexuales, el maltrato familiar y la perversión de niños, en una sucesión tan rítmica y puntual que asustaría hasta a los astrónomos.
Los salteños, que viven 350 días de pecado al año, aprovechan los diez días del Milagro para golpearse el pecho con fuerza. Con este ejercicio, los lugareños creen poner el contador a cero y con esa certeza inconmovible empiezan la primavera, una larga estación de transgresiones que dura hasta septiembre del año siguiente.
Para la sociedad del double standard por excelencia, el alma es la como la ropa. Una vez manchada, se mete a la lavadora y solo hay que esperar que los verdes enzolves hagan su trabajo y la dejen otra vez en condiciones de ser usada y abusada.
Varias generaciones de salteños han comprendido que da igual la gravedad de los pecados que se cometan durante el año, porque la misericordia del Señor del Milagro es tan inmensa, que no pasará nada si en aquellos 350 días de gloria se puede pisotear a gusto la dignidad del prójimo, hacer añicos sus sentimientos y reducir sus derechos a papel mojado. Al fin y al cabo Nuestro Señor es tan comprensivo que termina perdonándonos y no nos manda espantosos terremotos para castigar nuestra lujuria o nuestra perversidad, como solía hacer antaño.
Aunque cualquier barrio de Salta, por encumbrado que fuese, dejaría a Sodoma y Gomorra a la altura de la villa de Lourdes, andamos por la vida con la certeza de habitar una tierra bendecida, única e inigualable. Por eso rezamos la Novena con inocultable incomodidad, porque quien la escribió no dudó un instante en dibujarnos como pecadores infames y recurrentes.
Si algo hemos cambiado los salteños en los últimos 250 años, seguramente ha sido para peor. Si aquel sabio sacerdote que exprimió el idioma en busca de los adjetivos más repugnantes que pudieran describir nuestras pecaminosas acciones se levantara hoy de su tumba y leyera las portadas de algunos diarios digitales, lo primero que haría sería retirar su Novena de los kioscos parroquiales, en la inteligencia de que el salteño de mediados del siglo XVIII es el Principito de Saint-Exupéry al lado de esos malvivientes que pueblan la ciudad hoy en día, así en las grandes residencias escondidas como en las charcas infectas de la periferia.
Por estas razones, la derrota de la Salta tradicional (la de la Iglesia, la de los gauchos y la del gobierno) no es solo moral, sino también, y en gran medida, estética. Son ellos, los poderosos, los que han perdido la batalla sin atenuantes.