
Algunos salteños pueden presumir de una formación académica en los centros universitarios más importantes del mundo. Sus padres, y ellos mismos, han hecho grandes esfuerzos por estudiar en el extranjero, y como la tierra tira más que dos carretas, esos jóvenes bien formados han regresado a Salta para hacer brillar sus diplomas.
La suerte sin embargo es despareja. Están las eminencias médicas que se ven obligadas a suspender las operaciones quirúrgicas de los viejitos porque el PAMI no les paga, los arquitectos que se han quemado las pestañas estudiando urbanismo en Europa para terminar diseñando casitas en el barrio Grand Bourg y los abogados, que tras pasar por La Haya, se dedican a resolver intrincados casos de robo de gallinas en Rosario de Lerma.
Pero el caso más grave es el de aquellos comprovincianos que estudiaron ciencia política, en París, en Bruselas, en Londres, en Boston o en Berkeley, por solo citar algunos lugares en donde la formación tiene un nivel notable.
Vuelven a Salta y los improvisados les copan la parada. Gente sin estudios ocupa las posiciones que ellos quisieran, y cuando se ven obligados a entregar su vida a cambio de un sueldo, en vez de poner patas para arriba el sistema con los conocimientos adquiridos en el extranjero, se ven a menudo obligados a hacer las tareas más infames de las que están contenidas en el variado e inagotable menú del populismo.
Entre todas estas actividades destaca por sobre cualquier otra las fiestitas infantiles en los barrios. Toda una vida de estudios, de viajes trascontinentales, de diplomas y de contactos al más alto nivel, para que luego al señor o a la señora se los vea inflando globos a todo pulmón en los barrios como si fuera la última cosa que fueran a hacer en su vida.
Llegan a Salta y no solo se convierten en seres vulgares e inanes sino también en ágrafos. Nunca un artículo, un pequeño ensayo y no digamos ya un libro. El talento para desentrañar la realidad política y explicarla con teorías y fórmulas se convierte como por arte de magia en la habilidad para comprar caramelos y para contratar payasos.
Es que en Salta rige aquello de que «la sonrisa de un niño vale más que cualquier cosa», así que todos, hasta el más encopetado de los profesionales, cualquiera sea su disciplina, se convierte en maestra jardinera o animador infantil, porque eso es lo que mandan los cánones.
Señores padres: si están pensando en mandar a su hijo a estudiar a Harvard o a Yale, antes de hipotecar la casa, vender el auto y casar a su hija con el dueño de una zapatillería de la calle Urquiza, piense si ese hijo podrá tener alguna inserción provechosa en la vida pública y profesional de Salta. Porque para que termine vendiendo zapatillas falsas en la tienda de su cuñado, ¿para qué gastarse una fortuna?