
Muchas veces tendemos a pensar que los bloqueos políticos que padece nuestra precaria democracia se deben a la gran cantidad de personas que defienden con apasionamiento y tenacidad desmedida sus creencias y sus opiniones. El fanatismo impide dialogar, pero no del todo. Hay -por lo menos en Salta- cosas mucho peores que el fanatismo vulgar.
El fanático, consciente de que lo es, busca generalmente enmascararse y mostrarse ante los demás como dialogante, a veces sin tener la voluntad sincera de escuchar, muchas otras sin intenciones de admitir la superioridad argumental de quien no comparte sus ideas.
El fanatismo es una enfermedad no reconocida y rechazada por quien la padece, pero fácilmente identificable por aquellos que sufren en carne propia los excesos de los piensan que su forma de ver la realidad debe imponerse en cualquier tiempo y cualquier lugar.
Pero hay patologías aún más graves que el fanatismo.
En Salta, particularmente hay maniáticos e «ideosos» en abundancia. Generalmente se diferencian de los fanáticos por su capacidad para plantear ucronías; es decir, por hacer denodados intentos de reconstruir la historia sobre datos meramente hipotéticos.
Son portadores de ideas fijas (el fanático al menos las tiene variadas y hasta cierto punto móviles: hoy son fanáticos budistas, mañana fanáticos de la Pachamama) y por lo general demuestran una preocupación caprichosa y muchas veces extravagante por un tema que ocupa -o parece ocupar- casi toda su vida.
Para situar mejor a esta categoría de individuos es necesario referirse a esos sujetos que se pasan décadas enteras planificando los recursos hídricos, los que sueñan con que Salta sea atravesada por un «corredor bioceánico», los que todavía creen que La Caldera puede convertirse en un segundo Machu Picchu, o los que deliran y se dejan la vida en la defensa de una hipotética república gauchesca (no tanto compuesta por gauchos sino regida por ellos), al tiempo que desprecian a Chesterton, solo porque no nació en Las Higuerillas.
Al maniático se lo distingue también por su convicción, expresada sin tapujos, de ser objeto de la mala voluntad del prójimo. Los podemos identificar cuando van por la calle por esa forma de andar que es característica del «opa melancólico» y, en las conversaciones sociales, por su pegajosa insistencia y sus rasgos marcadamente paranoides.
Así como el fanático puede escuchar o fingir que escucha, el maniático es en sí mismo un muro, impermeable a las ideas y a los razonamientos, irreductible en sus convicciones. Su actuación en la política no es tanto distorsiva como imposible. La manía y la idea fija constituyen la negación misma de la política.
En determinadas culturas, que no son la nuestra, este tipo de personajes disponen de anchos espacios de expresión donde les está permitido insertar de forma más bien inofensiva determinados aspectos de su propia vida psíquica, entre los que se cuentan el estado de ánimo, la voluntad y el pensamiento. La cultura, las artes, la música están indudablemente entre esos espacios. La locura, qué duda cabe, ha propiciado unas obras de arte excelsas, pero ha dado muy malos gobernantes.
Pero como ese mundo cultural es muy estrecho en Salta, en donde los incentivos de que disfrutan las personas menos preparadas para participar en la política son muy abundantes, el maníaco busca canalizar su trastorno allí donde le resulta más fácil expresarse y en donde encuentra una mayor cantidad de «colegas» que compartan con él, no las ideas sino más bien las oscilaciones anímicas y las inclinaciones obsesivas de su peculiar carácter.
Mientras una gran mayoría de ciudadanos piensan que en la política se intenta lo que se puede, el maniático cree que en la política es posible intentarlo todo, que no hay límites de ninguna naturaleza. Y más aún: que debe intentarse todo.
Entre los síntomas que contribuyen a singularizar su padecimiento se cuenta la logorrea; esto es, el habla abundante, acelerada e imparable, que normalmente constituye el reflejo de la aceleración del pensamiento, característica de aquellos que no se detienen a pensar en lo que pasa a su alrededor. En términos salteños, son «opas rápidos», que ya no balbucean como antaño.
Entre los fanáticos y los maniáticos han conseguido que la política que se practica en Salta esté plagada de digresiones múltiples, de fuga de ideas, de ausencia de temas centrales y la consecuente proliferación de temas periféricos, de excesiva confianza de los protagonistas en sí mismos, de la exacerbación casi patológica de la hiperempatía y de los sentimientos altruistas y de lo que en psicología se conoce como labilidad emocional: pasar de la comedia al drama con una asombrosa facilidad.
La democracia basada en reglas políticas no excluye ni a los fanáticos ni a los maniáticos -¡solo eso faltaría!- pero procura darles su lugar, al promocionar a aquellas personas que se muestran sensatas y reniegan de los delirios de grandeza que suelen adornar las manías. El ciudadano político (por así llamarlo, a riesgo de incurrir en redundancia) jamás se envuelve en asuntos que pueden tener consecuencias muy graves para sus semejantes, sus allegados o él mismo, pues antes de tomar una decisión de esta naturaleza procura razonar con otros para elegir el mejor camino y el menos dañino para el conjunto social.
El maniático, al contrario, tira para adelante, como un caballo carrero con orejeras.