
Para empezar a introducirnos en este espinoso tema, conviene distinguir entre un insulto (por ejemplo, llamar a alguien «cojo asqueroso»), una descalificación («usted es un ignorante») y una puteada («andate a la reputa madre que te parió»).
El insulto requiere de un cierto arte, de una cierta finura; la descalificación solo tiene éxito si es acompañada por una gran precisión técnica o una autoridad moral indiscutible. Pero no sucede lo mismo con una puteada. Cualquiera con un poco de lenguaje de calle puede pronunciarla.
Las redes sociales ayudan mucho a distinguir entre los que insultan, los que descalifican y aquellos a los que no les queda más remedio que «putear».
Generalmente estas actitudes se producen como reacción a comentarios o afirmaciones, a veces inocentes, a veces agresivas, que hace alguna gente creyendo que es bueno no guardarse nada de lo que uno piensa, cuando la verdad es que en una gran cantidad de casos es mucho más prudente callarse y dejar que sean los demás los que se desgañiten.
No piensan así quienes se empeñan en esto de dar «visibilidad» a las cosas (procesos, situaciones, personas, grupos, etc.) que, según dicen ellos, están «invisibilizados». ¡Cuidado! No dicen que sean «invisibles» (una cualidad que puede provenir de la propia naturaleza del objeto), sino «invisibilizados» (es decir, que no se ven porque alguien no quiere que se vea).
Por ejemplo, si a alguna persona se le ocurriera dar «visibilidad» a sus actos fisiológicos más íntimos, podría publicar en Instagram un selfie de su propia persona sentada en el inodoro en el momento del apretón; o, aun peor, fotografiar el resultado de la visita: «¡Acabo de hacer veinticuatro cerotitos!».
¿Por qué suponer que esta especie de confesión intestinal va a pasar desapercibida para otros usuarios de las redes? Es normal y casi comprensible que los otros la emprendan con el sujeto que demuestra no tener pudor y que hace gala de un mal gusto galopante.
Yendo hacia otros terrenos un poco más delicados, podríamos decir que no todo el mundo es tolerante con la «diversidad» y con ciertas posiciones ideológicas (por no decir con todas). Eso está bastante bien comprobado, y aunque está muy mal que todavía existan bolsones de intolerancia en una sociedad que se supone moderna y pluralista, quien se vale de las redes sociales para intentar dar «visibilidad» a determinados colectivos o causas debe saber que este gesto -que puede ser apreciado como valiente, en determinadas circunstancias y contextos- tiene un punto de irresponsable, teniendo en cuenta la altísima susceptibilidad de algunos especímenes en las redes sociales.
Es intolerable, por supuesto, que la gente (sobre todo la que se ampara en el anonimato), reaccione violentamente y con exceso verbal a manifestaciones que a veces no hacen daño ninguno. Pero hay que reconocer que hay «visibilizadores» y «visibilizadoras» que se empeñan en «visibilizar» determinadas cosas que están ya suficientemente «visibilizadas» o que emplean para esta tarea un lenguaje asertivo, chocante o demasiado beligerante. Hay quien confunde la «visibilización» que es un objetivo de mínimos con pasar por encima del antagonista (un objetivo de máximos).
La insistencia o la obstinación de algunos provoca normalmente reacciones destempladas, porque es realmente una utopía pretender vivir en una sociedad en la que todo, todos y todas sean totalmente «visibles». Hay determinados colectivos que a lo largo de la historia han hecho de la ocultación y de la «invisibilidad» su principal activo y atractivo. ¿Por qué motivo habría que «visibilizar» todo lo que se mueve u obligar a los demás a que se «visibilicen»?
¿Por qué algunos se empeñan en «visibilizar» cosas nimias mientras al mismo tiempo practican con convicción el oscurantismo en materias como la información pública o la responsabilidad de los gobernantes que deben gozar de la máxima visibilidad posible? Los funcionarios del gobierno de Salta son un acabado ejemplo de este comportamiento paradojal.
El que quiera hacerlo, el que se quiera meter con temas tabú, desafiar las convenciones o mojarle la oreja a las corporaciones, a las sectas, a las logias, tiene que saber que su osadía tiene un precio. Que no vale salir después a quejarse de que a uno lo putean y lo reputean. Es decir, hay que aguantarse.
Muchas veces el combate contra la injusticia no se gana haciendo que todo el mundo vea el acto injusto sino solo quien tiene el poder de corregirlo. Tenemos una idea desviada de lo que es la democracia. Pensamos que mientras mayor sea el número de gente que comparta nuestras reivindicaciones mayores probabilidades tendremos de que prosperen y se impongan.
Pero no todo es cuestión de números. Hay que ser inteligentes, economizar lenguaje y clavar el dardo donde corresponde. Y no andar echando baldazos a diestro y siniestro con el riesgo de salpicar a todo el mundo.
No está bien putear a nadie, por supuesto. Todos nos merecemos un respeto. Pero tampoco está bien eso de intentar convertirnos en campeones de la «visibilización de los invisibilizados». Toda lucha tiene un punto crítico, superado el cual algo nos dice que no vale la pena luchar. Que no nos tomen por tontos.