
Todos los días veo a los candidatos en las elecciones de Salta hacer unos esfuerzos extraodinarios para sobreponerse a la propia ordinariez humana, y me pregunto, también a diario, si no es ese un empeño inútil, carente de sentido y de justificación.
Muchos de ellos sienten -o por lo menos así lo dan a entender- que están librando las batallas de sus vidas y se inmolan por causas que muchas veces no van más allá de la cantidad de árboles que unos y otros dicen que plantarán si resultan electos. Tienen, para mí, el don de convertir la opería en solemnidad. Es decir, exactamente al revés de lo que creíamos hasta hoy: que la solemnidad nos conducía a la opería.
Algunos de los que hablo persiguen obsesivamente la gloria, pero una gloria de andar por casa, de esas que quedan plasmadas en placas de muy baja densidad metálica y peor tipografía, o en monumentos contrahechos en los que la cara del homenajeado parece esculpida con una simple trompada en el barro.
Vista desde esta perspectiva, la gloria que algunos tantos ansían no es sino una aspiración vecinal de figuración, lo suficientemente intensa y perdurable como para provocar la pica del odioso dentista que vive a tres casas de distancia, o del arrogante contador casado con esa psicóloga harpía. Para algunos, un poco más modernos, la gloria debe ser, además, «viral», pues de lo contrario no sería gloria. Jamás, pues, un deseo de realizar una contribución extraordinaria al progreso de la humanidad.
Creo que el error parte de una falsa percepción, no ya de la política (en la que cualquiera puede confundirse), sino de la vida. A menudo olvidamos lo que somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Pero por alguna razón particular que se me escapa ahora mismo, esos candidatos exhibicionistas, grandilocuentes y abarcativos de los que hablo lo olvidan con más facilidad que el común de los mortales.
La política, los cargos públicos (ni aun el más elevado de todos ellos) no pueden impedir o retrasar lo que es inevitable: la caducidad, el envejecimiento, la muerte y el olvido. No es una visión fatalista sino una realidad que se muestra tan evidente ante nuestros ojos que sería inútil y hasta poco saludable negarla.
Dedicar la existencia a la política, como veo que hacen algunos, es aborrecer la libertad. Desde luego que quien ama la libertad y aspira a ser el dueño de su propio destino en algún momento de su vida necesita plantearse su defensa por medios políticos. Pero es un momento, sin dudas, pasajero y muchas veces fugaz, porque la política, entendida y practicada en ciclos largos, solo tiene por objeto la dominación que es todo lo contrario de la libertad.
Nos aproximamos al ideal de libertad con las leyes que somos capaces de darnos, pero hete aquí que quienes elaboran nuestras normas están tan obsesionados con la gloria que -según ellos- reporta el ejercicio de un cargo, que no son capaces de ver más allá de los límites de sus propias ambiciones.
La fama -especialmente la que acarrea la política- es sufrimiento. Quien desea más que nada en la vida hacerse famoso lo único que puede desear cuando se acerca su fin no es ni la inmortalidad ni la memoria, sino el olvido completo, como predicaba con acierto Borges. La última aspiración del ser humano no es la gloria imperecedera sino el descanso de lo interte, en paz con Dios o con la nada, según sea el caso. Los políticos lo olvidan, quizá porque sus intereses les mandan a hacer otra cosa.
La desmemoria y el anonimato son casi los únicos antídotos capaces de lidiar con las molestias que reporta la fama, sea esta merecida o inmerecida, efímera o duradera. La política que nosotros conocemos y que hemos venido practicando sin apenas someterla a crítica se aferra a la memoria como un clavo ardiendo. El pasado es el arma favorita -y a veces quizá la única- con el que se busca destruirnos. Es lógico pensar que mientras más breve sea nuestro «pasado» en política, menos expuestos estaremos a esa piqueta implacable de la crítica del prójimo.
A diferencia de la cultura, definida por Borges como aquello que queda después de haberlo olvidado todo, la política es lo que queda después de haberlo intentado todo. La vida y sus problemas tienen una infinita variedad de formas de manifestarse y solucionarse, respectivamente. Creer que la política es lo primero que se debe intentar, siempre, es como empezar a construir la casa por el tejado. Muchas cosas se pueden y se deben hacer antes de planear desembarcar en la política.
Algunos salteños cuyos movimientos sigo a diario por mera curiosidad antropológica han degradado esta noble actividad humana de tal forma que la han convertido en un laberinto de juegos mentales, en el que los jugadores suelen confundir el heroísmo y la cobardía, la bondad y la infamia. Por eso, entre otras cosas, han desaparecido los partidos, porque son muy difíciles de mantener, no solo en dinero sino, y muy especialmente, en claridad de ideas. Por eso se ha impuesto la moda de los «espacios», que permite a los especialistas en mezclar valores y principios moverse a sus anchas por terrenos sin contornos y sin identidad definida.
Cuando nos asalta la tentación -inevitable para algunos- de dar un paso adelante y decir «el elegido soy yo», conviene reflexionar con democrática humildad, mirarnos a nosotros mismos por dentro y por fuera, y darnos cuenta de que ya mismo somos el olvido y la nada que pronto seremos. Que, como dijo Borges, somos el polvo elemental que nos ignora y que en este paréntesis más bien breve de conciencia y sensibilidad que es la vida, solo se puede dedicar a la política el tiempo y las energías justas para que la política no se vea desbordada, manoseada e inutilizada. Que muchas veces es preferible influir en la vida pública de nuestras comunidades desde una cátedra, desde un teclado o desde la peregrina mesa de un café, a ser la diana de los dardos envenenados de aquellos que prefieren sacar a pasear su mediocridad disparando al que ocupa un cargo.
Los cargos no son la vida. La vida son los hijos y la libertad que somos capaces de inventar para ellos y para quienes vendrán después de ellos. Y esa libertad necesita tanto de la política como de la no política; es decir, de esa prudente distancia cívica que muchos ciudadanos responsables mantienen para defenderse de la invasión de las regulaciones, de las ambiciones de poder y de los sueños ajenos de imposible gloria.
Quienes abrazan esta actividad como si fuera lo único que hay para hacer en la vida deben tener en cuenta que con la fama, el conocimiento de los demás y los buenos momentos políticos, así como con la vida, sucede o sucederá como con la España de charanga y pandereta que retrató Serrat, pues han de tener «su mármol y su día, su infalible mañana y su poeta».