La obsesión por meter a la cárcel a todos frena el crecimiento del país

  • O aprendemos a convivir con la corrupción, sin renunciar a combatirla, o condenaremos nuevamente a la frustración a una generación de argentinos que espera que el país despegue y que deje de mirar hacia el pasado.
  • Sobre la corrupción

Quisera dejar aclarado, nada más empezar, que con esta reflexión no pretendo defender a los que han cometidos delitos ni mostrarme a favor de la impunidad. Pienso que todo aquel que ha ofendido a la sociedad con un comportamiento castigado por las leyes debe pagar, y que para esto no importa si se trata de «un burro» o de un «gran profesor».


Pero dicho esto, agregaré que todos los países del mundo con un sistema institucional sólido y medianamente eficiente conviven -unos más, otros menos- con la criminalidad organizada y que, a pesar de ello y de los recursos que el combate contra esta patología social se lleva, esos países crecen y se desarrollan en aparente armonía y tranquilidad.

No parece bueno que los gobiernos renuncien a gobernar y a fomentar el progreso y el bienestar general por dedicarse a perseguir a los delincuentes, a hurgar en el pasado, a revisar lo que otros hicieron antes. Hay que saber hacer las dos cosas y los ciudadanos debemos exigirle al gobierno, con la misma insistencia, que sea tan eficiente tanto en uno como en otro cometido.

En casi todos los países en los que la corrupción está enraizada, como lo está en la Argentina, el combate contra este fenómeno no impide en absoluto pensar, crecer e ilusionarse con el futuro. De hecho, hay países en donde, a pesar de la corrupción, se vive razonablemente bien y se solucionan problemas que en el nuestro sería impensable resolver en el corto plazo.

Si nos centramos en la persecución de los delincuentes -especialmente los que han cometido crímenes al socaire de la política- el país pierde una formidable energía que podría aplicarse a mejores causas. Insisto: no se trata de dejar de perseguir las conductas delictivas sino de colocarlas en el plano que les corresponde.

No está tan claro que en la Argentina se cometan o se hayan cometido más delitos de corrupción, o más graves, que en otras partes del mundo. Lo que sí se puede afirmar es que en nuestro país, como en ningún otro, las voces que piden arrojar a los leones y cortar las manos a los ladrones son numerosísimas, como mínimas las que imploran por poner algo de equidad en la distribución de la riqueza que producimos.

Una familia de políticos se enriqueció de una forma ilegal y repugnante en Cataluña, pero los catalanes, sin dejar de hacer lo que deben para castigar esta conducta, miran hacia adelante y no caen en la histeria que normalmente fomenta y favorece el llamado populismo punitivo. Constituyen -todos los saben- una sociedad próspera, con un buen nivel de vida y unos indicadores de desigualdad social que, aunque crecientes, son aún tolerables.

Dudo sinceramente que las familias políticas que se enriquecieron en la Argentina hayan hecho una fortuna similar con métodos igualmente ilícitos, pero en este país pensamos primero en la cárcel para el ladrón o para el enemigo, y luego en solucionar los graves problemas que tiene el país. Un país, que por cierto, padece el azote de la pobreza, de la dispersión territorial, de la falta de oportunidades, de una economía precaria y prebendaria, y de tantas otras cosas que sabemos tan bien que es casi inútil enumerar.

Esta obsesión revela que la convivencia en la Argentina está fracturada. Y no es que exista una «grieta» que divida a la sociedad. Es que directamente no hay «sociedad», entendida esta como el conjunto de personas, sea por naturaleza, sea por pacto, que conviven bajo normas comunes. Constituimos, en el mejor de los casos, una confederación de individuos o de grupos, como lo demuestra la reciente decisión del Gobernador de Jujuy de crear una especie de «policía aborigen» para que controle a los de su misma etnia.

Si al menos por cada reo que enviáramos a la cárcel creciera en cinco puntos nuestro producto interior bruto, tendría algún sentido esta obsesión por ver entre las rejas a casi todo el mundo. Está claro que no se puede bajar los brazos en este combate, porque así lo exigen el sentido común y las leyes que nos rigen. Pero dejar todo lo demás en un segundo plano, hacer del castigo de los delitos una causa nacional, es un claro error que pagaremos tan caro como pagamos ya la absurda identificación de los derechos humanos con los crímenes cometidos a finales de la década de los setenta. Tal simplificación nos ha costado que hoy los gobiernos atropellen a voluntad los derechos humanos, solo porque ya no hay militares al mando ni helicópteros que arrojen al mar a personas vivas.

El país debe mirar hacia adelante y desconfiar de aquellos líderes que saltan de tribuna en tribuna prometiendo juicios y cárceles por doquier. Las soluciones que esperamos no pasan por allí. Los escándalos de corrupción mueven millones y millones, pero no en los paraísos fiscales, sino en las cuentas de los grupos mediáticos, que los explotan más allá de lo que sería razonable. Frente a la corrupción lo que hace falta es firmeza y moral, y no tanto «incendio» en las redes sociales.

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