Macri con Mirta Legrand a la cabecera: Who's the boss?

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Si unos extraterrestres, que estuvieran escudriñando lo que pasa en la Tierra con potentes telescopios, vieran que el asiento principal de la mesa montada en la propia casa del Presidente de la Nación argentina no es ocupado por éste ni por su esposa, ni por un mandatario extranjero, sino por una actriz nacional, conductora de un programa de televisión, se preguntarían con razón ¿quién manda aquí?

Si en lugar de haberse servido el almuerzo en la casa en donde reside el Jefe del Estado se hubiese servido en la casa particular de la conductora del programa o en el canal de televisión, el que la anfitriona ocupara la cabecera de la mesa no sería motivo de debate ni controversia alguna.

Pero si el anfitrión es el Presidente, lo lógico y razonable es que sea él quien ocupe la cabecera de la mesa, porque de cualquier otro modo se podría entender que la señora Mirtha Legrand es una especie de superciudadana, cuyos poderes alcanzan, incluso, a organizar almuerzos televisados en la residencia presidencial de Olivos, sentando al mismísimo Presidente a un costado, con gesto de niño al que no le gusta tomar la sopa.

No se trata de una cuestión de buena educación sino de sentido de Estado.

En privado, el ciudadano Macri podría hasta cederle el asiento del colectivo o el rincón de la vereda a la señora Legrand. Pero en público, el hecho de sentar al Jefe del Estado a un costado de la mesa, equivale a que el logo del Canal 13 aparezca en un lugar preeminente respecto del que, en cualquier circunstancia, ocupa la Bandera Argentina.

Y esto no es una cuestión que tenga que ver con la democracia (Macri es un ciudadano igual que los demás), sino más bien con la república (Macri, además de ser el jefe del gobierno, ejerce la representación simbólica del Estado nacional).

El hecho de que nuestra forma de Estado no sea monárquica no quiere decir que el presidente de la república sea un tipo tan intrascendente al extremo que sobre él puede colocarse cualquiera, incluida una vieja gloria de la pantalla chica.

La dimensión simbólica de la Jefatura del Estado (un rasgo compartido entre las monarquías y las repúblicas) ha convertido en práctica habitual de ciertos despachos oficiales la exhibición de un retrato del Presidente de la Nación. Ello no se debe a la mayor o menor simpatía que el funcionario sienta por el ciudadano Macri, sino a la dimensión representativa y simbólica de la figura de una persona, que, desde una especial perspectiva política, no es, de ningún modo, un «ciudadano más».

Si en lugar del retrato del Jefe del Estado, un funcionario colgara en su despacho una fotografía de Isabel Sarli o de Nélida Roca (lo mismo que si coloca un crucifijo o el calendario hot de un taller mecánico), estaría cometiendo una falta, que si no es administrativa, al menos es protocolar, y seguramente atentaría contra el buen gusto o la neutralidad religiosa, según sea el caso.

La señora Legrand podría haber solucionado amistosamente el asunto, sentando al Presidente de la Nación en el lugar que le corresponde e instruyendo al mismo tiempo al realizador del programa para que le dedique a ella los planos que le corresponden como directora del programa y principal animadora.

Y todavía se podría haber solucionado mejor, si -como hacen la mayoría de periodistas del mundo que entrevistan en sus residencias a presidentes de países- se sientan frente a él en un sillón, parecido al que usa el anfitrión.

Y si creemos que sentar al Presidente a un lado y a la conductora del programa en la cabecera es normal, pues dejemos que al próximo Presidente de la Nación lo elija la señora Mirtha Legrand, y no los 30 millones de argentinos con derecho a voto.