
Puesto en otras palabras: nos conmueve más la ingenua desnudez campesina de unas señoritas de vida alegre en El Bordo, que los cadáveres mutilados con el rictus horrorizado de esas dos francesitas a las que, inconscientemente o no, culpamos de haberse metido donde nadie las llamó.
Ahora que se ha conocido que el político fotografiado en paños menores, pese a haber sido declarado culpable, no pasará en la cárcel ni un solo día, el cogobierno feminista de Salta le ha declarado la guerra al tribunal que lo ha juzgado. ¿Por qué no ha hecho lo mismo con quienes juzgaron en falso el caso de las turistas francesas? ¿Acaso estas víctimas no eran también mujeres?
Solo el «código» de la cárcel, trasladado a la sociedad, lo explica. Es decir, la intolerancia ciudadana (correspondería hablar, mejor, de hipocresía) hacia las conductas sexuales menos trascendentes, enfrentada con la permisividad moral frente a los delitos más graves y que más comprometen la decencia de todos.
En este particular contexto ético se debe enmarcar la insatisfacción que ha provocado la sentencia que condena a Juan Rosario Mazzone, exintendente de El Bordo, a la misma pena que van a tener que cumplir sus remiseros. Además de ser «injusta», porque la perversidad de Mazzone (según las pseudofeministas) ameritaba cuanto menos una condena a acostarse de por vida en una cama de clavos de punta, la sentencia es socialmente humillante: el patrón de estancia condenado a la misma pena que dos trabajadores del volante.
¡Si por lo menos Chicho hubiese recibido una condena diferenciada, acorde a su estatus! Tanta «democracia» judicial es inédita en Salta.
Resulta muy curioso que durante la celebración del juicio, no solo las pseudofeministas (algunas de ellas, abogadas con título colgado de la pared) sino también otros expertos en Derecho hayan salido a pedir que el acusado sea condenado también por xenofobia, por incumplimiento de los deberes de funcionario, por administración fraudulenta, por lesionar los derechos de las mujeres y una serie de conductas de las más extravagantes.
Nadie se acordó -excepto quizá su prima- que su derecho a defenderse impide que se le juzgue y se le condene por delitos de los que formalmente no ha sido acusado, y tampoco se le acuse de conductas que no constituyen delito.
Una de las pseudofeministas que se da ciertos diques de «conocedora de leyes» pidió en medio del juicio un ridículo «cambio de carátula» (de corrupción de menores a asociación ilícita), como si el proceso penal, en el que se juega nada menos que la libertad y el buen nombre de las personas, fuese un archivador de hojas móviles, un juego de escenas para armar.
Al final, Mazzone fue juzgado y condenado por el único delito que la fiscal del caso halló para complicarlo: el de la corrupción de menores; una figura abierta a interpretaciones morales, una especie de «comodín» o «cajón de sastre» con el que uno puede solucionar cualquier bache de nuestra regulación penal. Dos fotos no dan para más.
En suma, que si Salta y los salteños han puesto el grito en el cielo por la «cómoda» condena de Mazzone, ello solo puede obedecer a dos cosas: 1) a que con el concierto de gritos alguien esté intentando tapar otras noticias de sangrante actualidad, o 2) a que sea verdad que la sociedad en que vivimos se conmueve más por la ingenua desnudez campesina de unas señoritas de vida alegre en El Bordo, que por los cadáveres mutilados con el rictus horrorizado de esas dos incómodas francesitas.