
El aparato represor del Estado -entiéndase por «represor» aquel cuya misión es obligar por la fuerza a los ciudadanos a cumplir con la ley cuando aquellos voluntariamente no quieren cumplirla- necesita para alcanzar sus objetivos de un «refuerzo» que incremente de algún modo la imagen temible de los encargados del cumplimiento coactivo de las normas.
Si tenemos en cuenta la cantidad de acometimientos que sufren los policías uniformados y las agresiones de que son víctimas los agentes que operan en los barrios más peligrosos, parece claro que con el uniforme, las armas, los vehículos, las voces de mando y los gestos de autoridad no alcanza para lograr la obediencia de las personas.
Otro tanto sucede con los jueces, cuya imagen se ha visto deteriorada en los últimos años por la severa censura popular a muchas de sus decisiones, que antes apenas se conocían, pero que ahora -afortunadamente- se publican y circulan por las redes sociales al la velocidad de la luz.
Como la Policía, los jueces ya no inspiran el temor de antes, sea por falta de sustento jurídico de sus decisiones, sea por pura rebeldía de los justiciables, o sea, en fin, por el simple hecho de haberse descorrido, contra su voluntad, ese tupido velo de misterio que hacía del trabajo judicial una zona inaccesible para el ciudadano común.
Para paliar esta crisis de autoridad, tanto la Policía como los jueces de Salta han resuelto «operar» sobre la niñez y la adolescencia. Es bueno que los salteños sepan desde chiquitos a quién se debe tener miedo de verdad en la vida.
Por eso, se organizan excursiones regulares de alumnos de jardines de infantes al museo policial, se los hace recorrer las instalaciones y se les enseña en el viejo palacio fortificado de la calle Güemes una escenografía que es más propia de Guantánamo que de una policía democrática.
Los jueces, por su parte, intentan que su crítica misión sea entendida desde temprano por los adolescentes, y por eso la «justicia sale a la escuelas», en forma de charlas periódicas. Lo paradójico es que este tipo de actividades de promoción de una función del Estado que no necesita ni de publicidad ni de la comprensión popular es organizada por la Escuela de la Magistratura, una institución cuya misión primigenia es formar buenos jueces y buenos trabajadores judiciales, pero no adoctrinar a los estudiantes de las escuelas públicas de Salta.
Mañana, con la misma legitimidad, a los responsables de la Escuela de la Magistratura se les puede ocurrir impartir, por las suyas, educación sexual o religiosa en las escuelas; con tal, ellos son jueces y tienen por tanto abiertas las puertas de las aulas.
Con los jueces sucede como con los abogados, médicos y dentistas: cuanto menos necesitemos de ellos, mejor. Pero los jueces se empeñan en invadir nuestra esfera privada, aun cuando no necesitamos de ellos; es decir, cuando somos tan jóvenes y tan inocentes que no tenemos pleitos ni disputas en nuestro horizontes.
La buena obediencia es generalmente el resultado del ejercicio de la buena autoridad, por lo que si los jueces -una parte de ellos, en realidad- se empeña en hacer su trabajo de espaldas a la ley, haciendo primar el voluntarismo judicial por sobre las normas objetivas que nos rigen y operando como extensiones del gobierno y los poderes de turno, la obediencia y el respeto quedan cada vez más lejos, y entonces no queda más remedio que «sacar a la justicia a las escuelas».