
Es lamentable y preocupante, para empezar, que en pleno siglo XXI los ciudadanos de un Estado democrático no puedan acceder a un bien tan básico y necesario como el agua.
Como también es preocupante que el mismo Estado que lleva décadas enteras incumpliendo sus obligaciones salga a decir tan contento que la provisión de agua potable -agua limpia, apta para beber y preparar alimentos- es un «beneficio», como si fuera una jubilación o una prestación de la Seguridad Social.
Los funcionarios que han hecho este anuncio deberían estar avergonzados de sí mismos y del gobierno que integran; y en vez de acudir a cortar cintas y cosechar aplausos, lo que deberían hacer es pedir perdón, en nombre de todos los que los precedieron, a los miles de afectados por tantos años seguidos de miseria, de atraso y de ignorancia.
Lenguaje políticamente perverso
No solo lo del «beneficio» del agua es repugnante. Lo es también la forma sutilmente perversa con que el gobierno llama a estos ciudadanos: «comunidades aborígenes».Se trata, a mi entender, de una expresión irresponsable, negatoria de la idea de ciudadanía, que contribuye de manera muy clara al aislamiento y estigmatización de estas personas, cuando no a una percepción excesivamente superficial de los problemas que los aquejan.
Que el gobierno provincial considere que los aborígenes se organizan en «comunidades» comporta una renuncia de antemano a su deber de integrarlos a la civilización (esto es, otorgarles derechos ciudadanos). El gobierno los trata como si fuesen comunidades hippies o granjas comunitarias de la época del Flower Power; y, so pretexto de respetar su cultura o su preexistencia étnica, lo que hace es dejarlos que vivan en estado de naturaleza, limitándose a contemplar si se mueren de hambre o si no tienen lo mínimo para llevar una vida digna. Con tal, ellos se organizan como su cultura les manda.
Pero estas comunidades son entes puramente sociológicos, no políticos, como pretende el gobierno de Salta, que al reconocer la potestad de los «caciques» y mirar con cierta benevolencia sus formas de autogobierno, están fomentando algo que la Constitución no tolera: el reconocimiento de derechos políticos preexistentes a los pueblos indígenas argentinos.
Si estas personas no tienen agua y sus niños se mueren deshidratados o mal medicados por los curanderos, no es porque las «comunidades» se equivoquen en sus soberanas decisiones sino porque el gobierno los mantiene calculadamente sumidos en el abandono, paralizado por el miedo a intervenir o por su propia ineficiencia.
Debemos dar un paso adelante y obligar al gobierno y a sus funcionarios más cándidos (los que siguen creyendo en el carácter totémico de los denominados pueblos originarios) a que -aun a pesar de lo que pudieran opinar los interesados- no se trate a estos grupos como auténticas «comunidades» y, en consecuencia, no se los considere especiales, cerrados, autosuficientes, focalizados o diferentes al Estado que conformamos todos.
Estos conciudadanos nuestros, que carecen de lo esencial, están pagando hoy mismo un precio altísimo por la mojigatería políticamente correcta de un gobierno que con gusto se haría cortar una mano con tal de no enemistarse con los caciques más influyentes.