Salta, la provincia Potemkin

Hace algunos años -no muchos- los salteños nos veíamos en un serio aprieto cada vez que teníamos que ir a recoger a un pasajero al aeropuerto El Aybal y trasladarlo hasta su hotel en el centro de la ciudad.

La mayoría de estos visitantes se embarcaba, cómo no, en el coqueto Aeroparque Metropolitano de la ciudad de Buenos Aires, desde cuyos amplios ventanales se disfruta no solamente el skyline de la capital hiperdesarrollada sino también esos magníficos campos de polo, eternamente verdes como una pradera irlandesa, que suelen dejar boquiabiertos a los visitantes europeos.

Frente a este panorama, el acogedor salteño dudaba siempre entre llevar al recién llegado por la avenida Paraguay o hacerlo por la avenida Tavella.

De lo que se trataba, en realidad, era de evitar poner al visitante en contacto directo e inmediato con la pobreza y la fealdad circundante; o, en todo caso, de introducirlo poco a poco en ella, de modo de apaciguar el primer impacto visual. Los vidrios polarizados de la camioneta, muy útiles para engañar a las cámaras de vigilancia urbana, generalmente no sirven para ocultar la realidad.

Mientras se masticaba esta duda existencial, lo mejor que uno podía hacer en aquellas épocas era requerir los servicios de un lustra antes de que aterrizara el avión, pues lo primero que nota el visitante, nada más pisar el suelo salteño, es que los lugareños andamos con los zapatos llenos de tierra (aunque no tengamos fincas) y en unos vehículos que apestan a coca recién mascada.

La primera opción (la de la avenida Paraguay) era relativamente presentable hasta las cercanías del puente sobre el río Arenales, pues a partir de allí empezaba una especie de shantytown, con construcciones bajas -muchas de ellas no terminadas-, calles irregulares, comercios tercermundistas, olor a pozos negros rebasados, suciedad y aire de bajos fondos.

La cosa no mejoraba en el puente Vélez Sarsfield, adonde en épocas de mayor prosperidad destacaba el sobrio edificio de una escuela cuyos techos parecían rozar el antepecho del puente. Pero éste, pocos años antes, tenía toda una señora villa miseria debajo.

Superar la Zabala era ya toda una proeza, pues aunque la calle Pellegrini intentaba a toda costa mostrar su mejor rostro (el edificio de Vialidad Nacional era y sigue siendo un remanso visual entre tanta basura arquitectónica y tanta polución estética), llegar a la avenida San Martín era una verdadera aventura visual, pues en esas tres cuadras, sin que hiciera falta ver más, Salta exhibía en todo su esplendor su peor rostro: el de la desigualdad social y el injusto reparto de la riqueza.

La segunda opción, la de la avenida Tavella, no era sin dudas mucho mejor. A pocos kilómetros de la rotonda de Limache comenzaban a asomar los flecos de la ciudad nocturna y pecadora: los prostíbulos de Villa Costanera, los accesos a los hoteles alojamiento, el desagüe del infecto canal de la Yrigoyen en pleno río y una nube de bicicletas que subían y bajaban de Villa Mitre, generalmente con rumbo al Bajo.

Todo ello, sin contar con el que el visitante, camino de su hotel, tenía que atravesar por la fachada de la cárcel de Villa Las Rosas y por la Terminal de Ómnibus, dos de los lugares más sórdidos de la ciudad.

Ahora felizmente los salteños ya no tenemos ese problema. El dilema ha sido resuelto por una autopista (no muy segura que digamos, pero un poco más moderna y bastante más limpia) que nos permite ir desde el aeropuerto al centro de la ciudad en unos cuantos minutos, sin atravesar otros lugares más antiestéticos y desangelados que el templete de San Cayetano y la parte de menos noble de la avenida Entre Ríos. Todo un avance, sin dudas.

Pero los complejos no han desaparecido, como no lo han hecho tampoco ni la pobreza ni la enorme distancia que separa a los pobres de los ricos. De modo que nuestros expertos en «turismo receptivo» han diseñado prolijamente unos circuitos en los que solo se ven fastuosas residencias y comercios VIP, pero siempre desde «afuerita». De hecho, cuando van por San Lorenzo, los guías suelen llamar la atención del visitante diciéndoles: «Fíjense en los magníficos detalles de las construcciones de la izquierda», para impedir así que los incautos viajeros dirijan su mirada hacia la orilla derecha, en donde moran los pobres.

Algo de esto también practica con gran habilidad y grandes réditos el gobierno provincial, porque este asunto de los complejos -conviene decirlo abiertamente- no es solo una cuestión personal sino que invade las esferas institucionales. A la hora de mostrar, los funcionarios del gobierno muestran lo que más les conviene, aunque en el empeño la única víctima sea la realidad.

¿Salta o Crimea?

Para quienes vienen de fuera a ver y comprobar «cómo marchan las cosas en Salta», el gobierno dispone de lo que podríamos llamar una Provincia Potemkin, formada por obras y construcciones específica y exclusivamente pensadas para inducir a otros a pensar que la situación es mejor de lo que realmente es. Una especie de rompecabezas ubicuo, cuyas piezas se van colocando de acuerdo a las necesidades del momento y a las preferencias del cliente

El término Potemkin viene de la historia (real aunque deformada por la exageración popular) de los pueblos portátiles falsos, erigidos solo para impresionar a la zarina Catalina II de Rusia, la Grande, durante su viaje a Crimea en 1787. Fue precisamente uno de sus amantes favoritos, el mariscal duque Grigori Potemkin quien -se dice- mandó a erigir estos pueblos fantasma a lo largo de la ribera del río Dnieper.

Lo que hizo el astuto mariscal duque fue mandar a edificar bastidores de fachadas pintadas, sostenidos por detrás con unos palos, con la idea de que, al paso de su carruaje, la zarina viera solo pueblos idílicos en la recién conquistada Crimea, como una forma inteligente de encubrir la verdadera situación catastrófica de la región. El asunto salió a la luz en la corte rusa gracias a unos adversarios de Potemkin, que envidiaban su buena relación con la zarina.

Cuenta la leyenda que, en su papel de cicerone, Potemkin pasaba raudamente por los pueblos, y que tras alejarse se situaba en una colina para mostrarle a la zarina lo bonito que eran desde lejos. Una vez que el coche de la emperatriz pasaba, el pueblo íntegro se desmontaba y se volvía armar presurosamente en el siguiente, de modo que Catalina la Grande, merced al engaño del mariscal duque, siempre vio el mismo pueblo, creyendo que eran diferentes. Y no solo eso, sino que también se creyó de que se estaban haciendo políticas correctas para llevar bienestar a su pueblo.

Quitando el hecho de que Salta no es visitada por emperatrices y que los falsificadores locales no ostentan títulos nobiliarios (abolidos por la Asamblea del Año XIII), lo demás es casi igual. O podría decirse que casi peor, porque solo algo hay más perverso que intentar engañar a los visitantes con obras falsas, y esto es haber conseguido engañar a los lugareños con obras reales, y haberles hecho creer, a unos y a otros, que en 2016 se vive mejor en Salta que en Crimea a finales del siglo XVIII.