
En sociedades como la nuestra -me refiero a la salteña y a la argentina, en general- hemos tendido siempre a sobrevalorar el rol social y político de las llamadas «entidades intermedias».
Este el nombre genérico que -a pesar de su antigüedad y de la carga ideológica que se desprende de tal denominación- algunos se empeñan en seguir dando a aquellas organizaciones libres que surgen en el seno de la sociedad civil.
Se les llama «intermedias», no porque estén inacabadas o a medio camino de algo, sino porque, en la visión estamental de la sociedad propia de un país con tendencia a la autarquía intelectual, se calificaba así a los grupos organizados que se «interponían» entre el individuo (ciudadanos o empresas) y el Estado.
Para designar al mismo fenómeno asociativo, más antiguamente aún se solía acudir al socorrido término «fuerzas vivas», caído felizmente ya en desuso, que por lo general servía para englobar a las clases y a los grupos sociales encargados de impulsar la actividad y la prosperidad general.
Es curioso, pero en estos tiempos en que se hacen esfuerzos notables para modernizar el lenguaje (pongo como ejemplo esto de la «transversalización de la perspectiva de género»), los salteños todavía seguimos haciendo alusiones -algunas incluso elogiosas- a las «entidades intermedias», renunciando a llamarlas «organizaciones libres de la sociedad civil», «organizaciones de intereses» u «organizaciones no gubernamentales», como es frecuente en otras latitudes.
Así pues, mientras en el mundo se pone el acento sobre la forma del grupo y sobre su grado de autonomía, en Salta se prefiere resaltar la posición que ocupa el grupo en relación con el Estado y los individuos.
El auge de las «entidades intermedias» se explica no tanto por el éxito en la consecución de sus propios objetivos cuanto por la comodidad e inercia del Estado, que mil veces prefiere entenderse con grupos organizados antes que tener que lidiar con una miríada de ciudadanos individuales, portadores de intereses, lenguajes, estilos y capacidades muy diferentes entre sí.
En otras palabras, que las «entidades intermedias» han crecido, no tanto por su propia fuerza, sino por la nunca bien ponderada necesidad que tienen los gobiernos de simplificar algunas cosas y por su poca voluntad de tratar con multitudes amorfas y variopintas.
En Salta, en particular, las llamadas «entidades intermedias» funcionan en algunos casos como verdaderos apéndices del Estado, como clientes del gobierno, a veces privilegiados y de gran influencia, como sucede con la corporación de gauchos. En otros, la existencia misma de estas entidades se debe al impulso del Estado, que se las inventa para resolver sus crecientes problemas de legitimación. Algunas de estas entidades han llegado a creer que disfrutan de algunos privilegios cuasiestatales, como por ejemplo, la imposibilidad de su extinción por quiebra o el temor reverencial a algunas de sus decisiones.
El servicio que hasta aquí han prestado estas organizaciones no es desde luego desdeñable y pocos dudan a estas alturas de que, mientras haya libertad, seguirán surgiendo nuevas y cada vez más sofisticadas organizaciones de intereses.
El problema de la crisis de representación
El problema, en mi opinión, es otro. Consiste en saber cuál será el papel de las entidades intermedias tradicionales (cámaras empresarias, colegios profesionales, sindicatos de oficio, etc.) en un contexto social que rechaza de un modo frontal la intermediación, sea ésta política o social.Es del caso suponer que así como los ciudadanos quieren entenderse directamente con el Estado e intervenir en la gestión de los asuntos públicos, sin la intermediación de los tradicionales partidos políticos, de los políticos singulares y de los agentes políticos más o menos encubiertos, lo mismo ocurrirá con las organizaciones sociales y en especial con aquellas que se interponen entre los individuos y sus asuntos más importantes.
Vivimos un tiempo de aguda crisis de la representación, que afecta no solo a los partidos políticos, sino también a las instituciones representativas del Estado, como el Congreso, las legislaturas, los concejos municipales y los parlamentos; y también a aquellas organizaciones privadas fundadas sobre bases representativas, como la Asociación del Fútbol Argentino o la Sociedad Argentina de Autores y Compositores, por solo citar dos ejemplos.
Si los individuos se sienten hoy maduros y capaces de gestionar los asuntos públicos, los de la política, prescindiendo de los partidos y de los políticos profesionales, es muy razonable pensar que los mismos individuos experimentarán la misma sensación de madurez y capacidad para ponerse al frente, en forma directa, de aquellos asuntos cuya gestión antes confiaba a las «entidades intermedias».
Hay una tendencia verificable a abandonar los esquemas tradicionales de interlocución colectiva por formas cada vez más flexibles de interlocución individual.
El desmedido crecimiento de ciertas corporaciones, su excesivo poder sobre sus propios miembros, las distorsiones en los mercados, las complicidades abiertas o soterradas con los gobiernos de turno y la falta de transparencia en la gestión, son elementos que han venido desfigurando la imagen pública de ciertas entidades intermedias.
La reivindicación del final de la intermediación y la reforma de los mecanismos de representación, que forman parte del ideario de los indignados españoles (solo por poner un ejemplo), no supone la exacerbación del individualismo sino más bien todo lo contrario. En la base de estas exigencias se encuentra la necesidad de reforzar el tejido social y las interacciones entre individuos y grupos, pero dejando de lado mecanismos napoleónicos como el de la representación para adoptar nuevas y mejores herramientas de participación, más emparentadas con las Nuevas Tecnologías y las redes sociales.