
En agosto pasado, durante la primera audiencia general de los miércoles que el Papa presidió después de la pausa estival, el Santo Padre retomó las reflexiones sobre la familia y se refirió expresamente a “la situación de los que tras la ruptura de su vínculo matrimonial han establecido una nueva convivencia, y a la atención pastoral que merecen”.
En esa ocasión, el Papa sostuvo que la Iglesia «animada por el Espíritu Santo y por amor a la verdad, siente el deber de 'discernir bien las situaciones', diferenciando entre quienes han sufrido la separación y quienes la han provocado».
Las reflexiones del Papa parten de la idea de que la situación de ruptura del matrimonio seguida de una nueva convivencia contradice el sacramento cristiano, pero que la Iglesia «con corazón de madre busca el bien y la salvación de todos, sin exclusión de nadie». Este loable objetivo no debe interpretarse en ningún caso como una rebaja del carácter sagrado del matrimonio cristiano.
Las palabras del Papa animan a pensar que en esa «urgencia de acogida real», como él la denomina, tienen alguna prioridad (por no llamarle privilegio) las personas que han sufrido la separación, por encima de aquellas que la han provocado. No tendría mayor sentido el llamado del Papa a «discernir bien las situaciones», si la Iglesia no estuviera íntimamente preparada para dedicar un plus de comprensión a aquellos cuyo matrimonio se ha roto por culpa del otro y no a causa suya.
El Papa ha reconocido que la Iglesia no tiene para esto «recetas sencillas». Pero una vez efectuado este reconocimiento, que no representa sino la admisión de una complejidad que nace de la enorme diversidad de casos y circunstancias, añade que «es preciso manifestar la disponibilidad de la comunidad y animarlos a vivir cada vez más su pertenencia a Cristo y a la Iglesia con la oración, la escucha de la Palabra de Dios, la participación en la liturgia, la educación cristiana de los hijos, la caridad, el servicio a los pobres y el compromiso por la justicia y la paz. La Iglesia no tiene las puertas cerradas a nadie».
Sin embargo, corresponde preguntarse si ese ánimo que la comunidad debe insuflar a los separados que han iniciado una nueva relación habilita sin más la escucha de la Palabra de Dios y la participación en la liturgia, en un pie de igualdad, tanto a aquellos que se han limitado a sufrir la separación como a aquellos que, con su conducta, la han provocado. De las palabras del Papa parece desprenderse la idea de que a quienes hay que animar más a participar de la vida de la Iglesia es a los primeros, no tanto a los segundos, a quienes en todo caso se debería conformar con «no cerrarles las puertas».
Contra esta visión se alza, como un muro infranqueable, el Catecismo de la Iglesia Católica, en cuya Segunda Sección (Los siete sacramentos de la Iglesia), Capítulo Tercero (Los sacramentos al servicio de la comunidad), Artículo 7 (El sacramento del matrimonio), en relación con la convivencia matrimonial, dice lo siguiente:
«1649. Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación. La comunidad cristiana está llamada a ayudar a estas personas a vivir cristianamente su situación en la fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble (cf FC; 83; CIC can 1151-1155)».
Es decir, que la comunidad cristiana se encuentra en la disyuntiva de animar a los separados que tienen una nueva pareja a «vivir su pertenencia a Cristo y a la Iglesia», como ha dicho recientemente el Papa, o, por el contrario, de ayudarlos a «vivir cristianamente su situación en la fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble», como manda el Catecismo.
En este caso, cabe preguntarse si el abrazo de un obispo a una persona en una situación de flagrante contradicción con el carácter sacramental del matrimonio ayuda a cualquiera de estos dos objetivos, aparentemente contradictorios, que persigue la Iglesia.
Si la enseñanza papal se encamina hacia una distinción cuidadosa de la situación de los separados tomando como elemento diferenciador la distinta responsabilidad de cada uno de los cónyuges en la ruptura de la convivencia, parece muy claro que para animar a lo primero es necesario que alguien con autoridad (por ejemplo, un obispo) haya efectuado un juicio previo de culpabilidad. Sería de algún modo irritante que se admitiera a la escucha de la Palabra de Dios y a la participación en la liturgia a quienes han dado pie con su conducta una ruptura matrimonial y no se hiciera lo mismo, o al menos con el mismo grado de exposición pública, a quienes la han tenido que sufrir.
Más irritante todavía sería que la «acogida urgente» de que habla el Papa se tradujese en abrazos de complicidad de los más altos responsables de la Iglesia con aquellos que hacen ostentación pública, en lugares sagrados, de una vida inmersa en el pecado. Si esto está permitido, es que algo falla en la pedagogía de la Iglesia.
La participación en la liturgia de estas personas, en cualquier caso, debe estar presidida por la discreción (el adúltero no debe aspirar a que se le rindan honores) y practicarse en estricta igualdad con los demás fieles, con independencia de que los primeros ostenten algún grado de autoridad civil.
La subsistencia canónica de un matrimonio no alcanzado por una causal de nulidad es para la Iglesia cosa muy seria, y siempre lo ha sido. No en vano, el mismo catecismo dice que «el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina».
De allí que por mucha caridad cristiana de que pueda hacer gala un obispo a la hora de acoger en el templo a personas casadas y separadas, que al mismo tiempo hacen ostentación pública de una nueva relación cuasimarital, la Iglesia carece de poder para tratar como inexistente el matrimonio de estas personas. Actuar de forma pasiva o silenciosa y exhibir una mera tolerancia, sin hacer una pública manifestación de las razones que impulsan a un responsable de la Iglesia a admitir estas prácticas, supone no tanto un desconocimiento de las normas que rigen en la Iglesia sino una ofensa a Dios.