
Pero si el que engaña es un supermercado, con góndolas exhibidoras, líneas de caja, personal de seguridad uniformado y tecnología francesa, sobre el vendedor caen mil maldiciones en forma de denuncias a los servicios públicos de control de higiene, pesas y medidas y defensa del consumidor.
En el fondo, en las relaciones de consumo de Salta se desarrolla una sorda lucha de clases, pues el abusado (el indefenso consumidor) tolera que lo estafen, siempre y cuando el latrocinio provenga de un señor generalmente mal vestido que dice defender su «fuente de trabajo» para alimentar a sus hijos, pero no de aquel que se embolsa grandes cantidades por día con su sofisticada técnica de venta.
Denunciar a este último forma parte de la lucha contra el imperio. Denunciar al carro frutero sería también denunciar al imperio, pero al inca, no al de Wall Street.
Los enemigos de trabajadores no son los motochorros, ni los kioscos que venden crédito trucho para celulares, ni los pequeños viboreros de la calle. Son el McDonalds, las petroleras y sus estaciones de servicio, los bancos, las concesionarias de coches y las empresas de telefonía. A todas ellas la Secretaría de Defensa del Consumidor del gobierno de Urtubey les ha metido el diente. De los fruteros malvados, los empanaderos indecentes, los chocleros deshonestos, y en general cualquier vendedor que no tiene higiene frutícola ni moral, ni noticias.
Si el consumidor sumara a fin de año las cantidades que le roba el gran capital, por un lado, y las que le detrae el pequeño comerciante informal, por el otro, y las colocara en columnas para compararlas, se llevaría una gran sorpresa.
El engaño al consumidor es la forma microeconómica que asume la estafa cívica que supone tolerar durante doce años un gobierno que te subsidia el gas y te regala planes sociales, pero que al mismo tiempo roba enormes cantidades de esos mismos dólares que no le dejan comprar al ciudadano común, para algún día enterrarlos en la fosa de un convento.