La conciencia infantil y el compromiso por el agua

Resulta increíble comprobar que hay personas que se pasan entre diez y doce años en las universidades, cursando complicadísimas carreras, para luego zambullirse en el mercado laboral (generalmente, el público) e inundar la plaza de propuestas innovadoras, en forma de «fiestas infantiles».

El nivel de madurez de estas iniciativas, si se analiza con cuidado, deja en muy mal lugar a las universidades de nuestro país, que en vez de promover la formación de profesionales y técnicos serios y responsables, parece que se dedican a formar a «fabricantes de ilusiones infantiles», en la que no faltan los globos, los peloteros, los toros mecánicos, los bidones de Fanta y los bolsones de chizitos.

Por si esto fuera poco, el respeto hacia la incolumidad de la conciencia infantil, reconocido como derecho subjetivo en los principales instrumentos firmados a nivel internacional para proteger a la infancia, se ha convertido en papel mojado en manos de estos (y estas) entusiastas que creen en el fondo que cualquier oportunidad es buena para moldear, a su antojo, la personalidad de nuestros niños.

Influir en las creencias infantiles, utilizando para ello técnicas aprendidas en las universidades, es un claro abuso, cuando no un dispendio de dinero y de otros recursos.

Pero si al Gobernador no le importa que nuestros niños crezcan en una jungla de símbolos, de leyendas, de sumisiones jerárquicas y de imágenes presideñadas a su gusto por los adultos, de acuerdo a las necesidades y creencias de estos, y no de los niños, menos le puede importar el asunto a los burócratas de la Secretaría de Recursos Hídricos de la Provincia de Salta, quienes en un arrebato de imaginación que supera cualquier ficción, han previsto hacerle firmar a los pequeños un «compromiso simbólico» para el respeto del agua.

Un niño, y más todavía si es de corta edad, no tiene suficiente discernimiento para saber el valor o la importancia del agua. Estos se adquieren a través de la educación y no mediante la firma de «compromisos» que, por muy simbólicos que parezcan, entrañan una carga obligatoria que un niño no es capaz de sopesar. Menos, sin la intervención de sus padres o representantes legales.

Obligar a un niño de ocho años a reverenciar a la bandera, a arrodillarse delante de una autoridad o a santificar un chorro de agua es una forma muy sutil de corromper a nuestra infancia.

¿Dónde están los infantólogos de Salta? ¿En qué cuneta se esconden aquellos señores y señoras que en pomposos documentos dicen anteponer en todo momento el interés superior de los niños a cualquier otra consideración?

¿Cómo es posible que estas personas -si es que realmente existen- toleren que a los niños se les ponga por delante un compromiso para defender la intangible virginidad del agua?

En todo esto hay algo de excesivo y de repugnante. Lo primero tiene que ver con la edad de los potenciales signatarios del acuerdo simbólico; lo segundo, con la edad de quienes han formulado y redactado por ellos tal compromiso.

No se trata ya de pensar en que los términos del acuerdo pueden beneficiarlos cuando sean adultos. Así como un niño de ocho años no puede, por ejemplo, aceptar o repudiar una herencia, porque su incapacidad de hecho exige la intervención de personas capaces, tampoco puede asumir el compromiso de respetar al agua cual si este elemento fuese el mismo Dios bajado a la Tierra.

Dejen por favor a los niños en paz. Asegúrense de que crezcan en libertad y que sea respetado su derecho a desarrollarse, conforme a su edad, y a recibir la educación y el esparcimiento que les corresponde. No les obliguen -ni siquiera en nombre del medioambiente- a hacer cosas de adultos, y si alguien quiere defender el futuro del agua, que empiece por educar a las personas mayores de 18 años, que son los principales derrochadores de este indispensable elemento.