
Si este señor, en vez de Chorolque Sala, se apellidara Álzaga Anchorena, nadie se preguntaría por qué circula por las calles de Jujuy en un modernísimo Fiat 500 mientras consulta su buzón de voz en un no menos moderno iPhone 6.
Por supuesto, nadie se cree su historia de que compró el autito con las propinas que recibía por sus «changas», pues el común de la gente tiende a creer que el hombre amasó una fortuna en base a actividades ilícitas.
Pero ¿alguien se ha preguntado alguna vez sobre el origen de la fortuna de los aristócratas tradicionales del norte argentino?
Probablemente, tanto en el caso de uno como de otros, resulte aplicable la vieja sentencia de Honoré de Balzac: «Detrás de una gran fortuna siempre hay un gran crimen» (Derrière chaque grande fortune, il y a un grand crime).
A lo que no nos acostumbramos es al surgimiento de nuevos aristócratas. Menos, en una provincia con una población mayoritariamente de origen indígena.
Aunque su fortuna provenga de aprietes, malversaciones y peajes ilícitos (cosa que habrá que probar en los tribunales, por supuesto), ¿por qué la gente se resiste a aceptar a Chorolque Sala como un nuevo aristócrata jujeño?
Mañana el hombre puede llegar a controlar la mayoría del paquete accionario del ingenio Ledesma y dejar a los Blaquier a la altura del betún. Y aun así seguiríamos preguntándonos por el origen de su Fiat 500 y de su iPhone.
Que Chorolque Sala se mueva en un Fiat 500 y su mamá en un Smart solo demuestra una cosa: la fuerte inclinación familiar hacia los coches pequeños y manejables. Las calles de Cuyaya no están hechas para elefantes como los Rolls, los Bentley o los Jaguar.
Las fortunas se han inventado para cambiar de manos. Es lo que tiene de bonito el capitalismo salvaje. Lo que no está escrito en ningún lado es que esas manos tienen que ser siempre blancas y tener las uñas cortas y limpias.