El indomable optimismo de los intelectuales del 'orgullo salteño'

Hace algún tiempo, un periodista de una radio de Rosario de Santa Fe me llamó para hacerme una entrevista por un artículo que yo había escrito sobre el patriotismo obligatorio. Antes de salir al aire, en amable conversación, el periodista me confundió con otra persona, atribuyéndome no se qué proezas políticas en épocas pretéritas. Me vi forzado entonces a revelarle mi verdadera identidad (tal como si fuese Superman), lo cual, para mi sorpresa, apenas si inmutó al periodista, quien dijo entonces que me presentaría a sus oyentes como un «intelectual salteño».

Le pedí por favor y en el tono más respetuoso posible, que no me presentara como un «intelectual», ya que la etiqueta -de por sí incómoda- resulta del todo inapropiada en mi caso. Le dije, sin falsa modestia, que no me considero más que un ciudadano que ejerce su derecho a opinar, sin ninguna otra pretensión. La respuesta fue otra vez sorprendente: el hombre se negó a entrevistarme. En palabras un poco menos directas me dijo: «si usted entonces es un don nadie, no tiene sentido ponerlo delante de nuestros micrófonos».

Desde entonces me he aficionado a la lectura de la sección de opinión de un conocido diario de Salta, en donde todos los días escriben enjundiosos intelectuales del terruño, que no solo derrochan sabiduría a escala local sino que también, y aunque parezca mentira, se animan a dar lecciones, a propios y extraños, sobre la marcha del mundo. «A ver si leyendo a estos encopetados señores aprendo a comportarme como un verdadero intelectual y me sacudo esos complejos atávicos que frustraron mi entrevista en la radio», me dije.

La lectura regular de estas columnas ha cambiado mi forma de percibir y entender el complejo mundo de la intelectualidad, pues hasta que descubrí a esos profundos economistas que hablan de Salta como el «gigante dormido», a esos laboralistas jodones que en vez de citar a Karl Marx citan a Groucho Marx, a esos juristas partidarios de la más inmaculada «institucionalidad», a esos versados geopolíticos que defienden nuestra soberanía como jabatos, a esos estrategas de los ferrocarriles, los pasos fronterizos y los corredores bioceánicos; a esos analistas políticos que nos enseñan a distinguir entre «época de cambios» y «cambios de época», a esos geólogos que se animan con la historia y a esos psicólogos que curan los males del mundo desde su diván de Salta, pensaba que los intelectuales eran otra cosa.

En el fondo, pensaba en el intelectual comprometido como en aquel hombre osado que, creyéndose invulnerable, dedica sus mejores energías a molestar, a irritar el orden establecido con arrebatos de insolencia, con actitudes iconoclastas, capaces incluso de llegar a la violencia verbal. Equivocadamente pensaba en ellos como interlocutores críticos y constructivos de la vida democrática de Salta, en la medida en que sus juicios y opiniones sirven, muchas veces, para obligar al gobierno o ponerlo en un aprieto y para forzar a los ciudadanos a hacerse las preguntas indicadas en el momento oportuno.

Pero no. En las columnas que leo habitualmente hay muy poco de esto y mucho, en cambio, de lenguaje políticamente correcto y complaciente con el poder. En mis diarias visitas no he encontrado a ninguna firma que se anime a decir abiertamente, por ejemplo, que Salta es una porquería, sin atenuantes, y que el futuro de sus habitantes es tan negro como el alma de los que gobiernan. No he encontrado -por utilizar una expresión muy en boga entre los youtubers españoles- a alguien que «se cague en todo lo cagable».

Todos estos intelectuales/columnistas son críticos, pero con la boca pequeña. La mayoría de ellos lo son con el gobierno, los menos con la sociedad. Pero, a pesar de las críticas, todos ellos comparten una idea común sobre una Salta próspera, boyante y feliz, tal como si allá, muy lejos, al final del camino, nos esperara un gigantesco cuerno de la abundancia: la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación.

Todo ello, a condición, claro está, de que se acometan las «revoluciones pendientes», que en la mayoría de los casos no consisten en reformas y cambios para encarar el futuro y acercarnos a los países que lideran el mundo, sino en ajustes y correcciones para regresar a épocas antiguas en las que, según algunos historiadores irresponsables, estas tierras gozaron de una prosperidad y una decencia desbordantes.

Debo confesar que no termino de entender de dónde les brota tanto optimismo y tanta energía para transmitirlo. Tal vez sea el agua que circula por las cañerías de Salta que, junto al arsénico, lleva algún componente químico que actúa a nivel molecular sobre el córtex y dispara el optimismo. Una especie de shot de bilirrubina.

Muchos de estos artículos son ilegibles, en parte porque el diario que los publica ignora que en el lenguaje HTML, desde sus primeras versiones, existe algo que se llama «saltos de línea». Pero en parte también porque el lenguaje que emplean los economistas, los geólogos, los juristas y los agrónomos del optimismo desbocado es tan complicado y críptico que obliga a veces a hacerse de los servicios profesionales de un traductor especializado.

Debo de ser yo muy simple, muy ingenuo o muy poco cultivado para no entender semejantes alturas y semejantes complejidades verbales. Pero cuando leo este tipo de cosas no puedo evitar recordar una frase de aquel gran filósofo de la ciencia que fue Peter Medawar: «El que escribe de forma oscura, o no sabe de lo que habla, o intenta alguna canallada».

El mensaje de unos y otros puede resumirse del siguiente modo: «Si en Salta se hiciera lo que nosotros decimos, en un cierto periodo de tiempo podríamos tener un producto bruto similar al de Renania del Norte Westfalia, una democracia mejor que la suiza, un sistema educativo superior al de Finlandia, una justicia social a la altura de la de Noruega, unos derechos humanos como en Suecia, unos ingenieros mejores que los coreanos, una ciudad tan limpia como Singapur y unos terremotos tan bonitos y ruidosos como los de Indonesia».

Ninguno de nuestros intelectuales mediáticos se anima a decir lo que a estas alturas ya parece una verdad incontrovertible: que aunque hagamos todas las «revoluciones pendientes» y aunque afiancemos nuestra inveterada «institucionalidad» ajustando todos los tornillos que hoy están flojos, es más que probable que Salta siga siendo, por muchos años, un territorio atrasado, periférico y aislado de los principales centros de decisión del mundo. Ninguno se anima a decir que en la lucha por mejorar y por cimentar el progreso importan más los medios que el fin, y que la mayoría de nosotros, por razones puramente biológicas, no verá ese futuro tan perfecto que estos optimistas impenitentes nos dibujan a diario desde sus pantallas.

A pesar de todo, creo que en el fondo sigo pensando que los intelectuales deben ser escépticos, desconfiados y, a ser posible, también amargos. Tal vez, si el periodista rosarino hubiera ofrecido presentarme como un «intelectual amargo», hubiera aceptado la etiqueta con menos reserva y la entrevista habría salido al aire. Pero, por lo que se ve, en Salta es suficiente un par de vasos de vino para que el pensador dé rienda suelta a sus sueños y sus ideas, y para que en vez de servir de motores para el cambio y estimular la reflexión cívica, los pensamientos vuelen como «barriletes cósmicos». Un intelectual de verdad jamás debe renegar de su responsabilidad social y pintarnos escenarios ideales que racionalmente parece imposible alcanzar.

Para sueños y barriletes cósmicos, me quedo con los murales de Acción Poética. Y para ironías, con las viejas pizarras de Arturo Gobernador.