
Una de esas palabras es concubinato, cuyo significado oficialmente reconocido de «relación marital de un hombre con una mujer sin estar casados» apenas si alcanza a disimular sus connotaciones clasistas, profundamente negativas y discriminatorias hacia la mujer.
Para comenzar, digamos que en nuestra lengua existe la palabra «concubina» mas no la palabra «concubino». Basta con fijarse en el Diccionario de la Real Academia Española para darse cuenta de esta curiosa omisión.
La razón no parece ser otra que la diferente situación moral de la mujer respecto a la del hombre frente a un mismo hecho: la convivencia afectiva sin matrimonio de dos personas de sexo diferente.
Para el Diccionario, «concubina» es la «mujer que vive en concubinato». Y aunque, como ya dijimos, no existe en nuestra lengua la palabra «concubino» para llamar a la parte masculina del concubinato, sí existe la palabra «concubinario», cuyo significado no es «hombre que vive en concubinato», como sería de suponer, sino «hombre que tiene concubina».
De modo que el concubinato dista mucho de ser -al menos en el plano lingüístico- una relación «igualitaria», pues mientras concubina es la mujer que vive en aquél (es decir, forma parte estructural de la «institución»), la condición de concubinario se define y se adquiere por la posesión de una concubina, por la posesión de una mujer, casi de la misma forma que se llama «arrendatario» al que ocupa y usa la cosa de otro a cambio de un precio en dinero. Así, el hombre no es parte de la «institución» concubinato sino alguien ajeno y externo a ella.
Sucede también que las palabras concubinato, concubina y concubinario, por sus raíces etimológicas comunes, más que exaltar la relación afectiva o moral entre dos personas convivientes, destacan por sobre aquéllos los aspectos carnales e ilícitos de esta relación.
En efecto, la palabra concúbito, derivada de la misma raíz latina, sirve para llamar al coito, a la copulación, a la cohabitación carnal del hombre con la mujer.
Otra palabra parecida -«concubio»- designa en nuestro idioma la hora de la noche en que suelen recogerse las gentes a dormir; es decir, la hora de ir a la cama o acostarse, mientras que en otros idiomas, como el francés o el inglés, «concubio» tiene idéntico significado al de «concúbito».
Aunque nuestro ordenamiento jurídico ya no coloque fuera de la ley a los concubinatos, hay que tener en cuenta que en el derecho francés, del que deriva la mayoría de nuestras regulaciones civiles, la palabra «concubinage» tenía, en la época de la sanción del Código Napoleón, el significado de «comercio ilícito, deshonestidad del hombre con la mujer que viven juntos como si estuviesen casados» (Nouveau Dictionnaire Espagnol, François et Latin - Composé sur les Dictionnaires des Académies Royales de Madrid et de Paris par M. de Séjournant, Écuyer, Interprète du Roi pour la Langue Espagnole. Paris, 1779).
En el mismo idioma, y según el mismo Diccionario, la palabra «concubinaire» designa al «hombre que disfruta de una mujer de forma ilícita».
Es cierto que en muchos países de la América hispanohablante la palabra «concubinato» se utiliza descargada de su sentido peyorativo y generalmente es aceptada porque la ley se refiere con ella a la cohabitación marital del varón y la mujer que no se han casado. Pero es también cierto que la palabra prejuzga sobre la condición social de los individuos que cohabitan, ya que nunca o casi nunca los hombres y mujeres de las clases más altas han denominado así a sus pecados de la carne (que por otra parte son iguales a los de todo el mundo). De modo y manera que el vocablo parece reservado a los de más baja condición y casi como una forma de distinguir a estos de los otros.
Pero hay que recordar que en otros países, como España por ejemplo, con la palabra concubina se llama, entre otras, a las mujeres que conviven con sacerdotes y otros religiosos (mujeres que gozan de muy mala fama entre el pueblo), e incluso -se dice- a las mujeres que sirven sexualmente al diablo.
Claro está que si el Registro Civil de Salta, que se esmera en llamar «matrimonio igualitario» al que contraen dos personas del mismo sexo (y que Dios los ampare si no lo hacen), quiere seguir llamando «concubinos» a los señores y «concubinas» a las señoras, es muy libre de hacerlo, porque al fin y al cabo discriminar a la mujer colgándole etiquetas estigmatizantes y encasillándola en infames categorías es cosa de todos los días y forma parte, como alguna vez dijo un político, de nuestro «acervo» cultural.