
A falta de definición legal de lo que es la «represión», conviene fijarse un poco en el Diccionario, que nos dice que esta palabra sirve para llamar al «acto, o conjunto de actos, ordinariamente desde el poder, para contener, detener o castigar con violencia actuaciones políticas o sociales».
No sabemos si a propósito o no, el Diccionario no menciona, ni de refilón, la necesidad de que aquellas actuaciones políticas o sociales contra las que se dirige la violencia represora sean pacíficas.
Es obvio que cuando la protesta política o social se realiza con violencia, sea sobre las personas o sea sobre el entorno, y que los actos violentos han dado comienzo antes de cualquier intervención del Estado, las actuaciones posteriores de las fuerzas del orden podrían (o más bien deberían) considerarse legítimas, siempre y cuando, claro está, se ejecuten dentro de los límites previstos por las leyes, con respeto a los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos.
A ver si por creernos los campeones de los Derechos Humanos vamos a olvidar que Estado (aun el mal Estado) tiene entre sus atributos algo que se llama monopolio de la violencia legítima.
Este detalle no carece de importancia, pues si volvemos a la definición del Diccionario, veremos que éste solo se refiere al «poder», y no específicamente al poder del Estado. Por tanto, podría reprimir también el poder económico, el poder sindical, el poder religioso o el poder mediático, y ser esta represión manifiestamente ilegal o ilegítima, al no provenir del único sujeto legitimado para ejercer la violencia en el seno de la sociedad.
Esta no es -y permítasenos decirlo- una cuestión ideológica. Es decir, que la represión no es de izquierdas ni de derechas, pues históricamente demostrado está que, aunque sea la izquierda la que levante más a menudo la voz en este tipo de asuntos, allí donde gobierna la izquierda (pongamos como ejemplo a Venezuela), la violencia se ejerce desde el Estado contra los ciudadanos sin tapujos.
Si nos ceñimos al Diccionario y dejamos de lado otras más sutiles, como las psicológicas, en teoría tendríamos dos clases de represiones: la legítima (que se dirige a conjurar la violencia y a proteger al conjunto social de ella) y la ilegítima (aquella que responde con violencia innecesaria a una protesta pacífica).
En cualquiera de los dos casos, quienes llevan a cabo la represión son represores, pues no hay otro nombre que permita distinguir mejor entre unos y otros. Por decirlo de otro modo, a la hora de calificar al que reparte palos y piñas, no hay una línea que separe a los «represores» de los «servidores públicos».
Habrá que esperar hasta el próximo día 4 de agosto, fecha en que el tribunal federal que ha condenado a prisión a dos altos cargos del gobierno de De la Rúa por los graves sucesos de 2001, nos diga si la represión que el gobierno dirigió contra las protestas sociales ocurridas aquellos días fue legítima o ilegítima.
El fallo nada dice al respecto, pero la condena de los acusados por delitos de homicidio culposo hace pensar en una represión legítima, pues si hubiera sido una represión de otro tipo, no se hubieran producido muertes por falta del cuidado, de la atención o de la aplicación debidas.
Si a pesar del elemento subjetivo de los delitos, se dijera que la represión de aquellos días fue ilegítima, el pronunciamiento judicial incurriría en una grave contradicción, pues si la represión desatada hubiese sido ilegítima, se podría dar por supuesto la existencia de una voluntad deliberada de cometer un delito, ya que el agente (en este caso los altos funcionarios) obrarían a sabiendas de la ilicitud de la reacción represiva ordenada. En tales casos, las condenas deberían ser mucho más severas.
¿Represores o palomas de la paz?
Pero, cualquiera sea la postura de adopten los jueces en este aspecto, todavía queda por resolver la cuestión terminológica: ¿Es o no justo llamar «represores» a dos señores que resultaron condenados por simple negligencia tras una actuación supuestamente legal?Y lo que todavía es más grave: ¿Se puede dar a estos señores el mismo nombre que a otros represores que mataron a mansalva con toda la intención de hacerlo?
Tal vez la ley -y la sentencia, cuando se conozca- no autoricen a que se les etiquete como represores. Lo que sí podemos hacer, ya mismo y sin esperar al 4 de agosto, es llamarlos homicidas.
Entre un simple represor y un homicida hay una diferencia importante: la vida segada de un ser humano.
El problema es que entre nosotros la etiqueta de «represor» tiene resonancias políticas, mientras que las de «homicida» apenas si tiene eco fuera del mundo criminal y de la ciencia forense. Y ya sabemos que lo que intentan algunos es juntar ambos mundos para que los demás no seamos capaces de distinguir a unos de otros.