
Con toda su carga trágica y sus significados trascendentes, el fallecimiento de una persona apreciada es también una ocasión inmejorable para que los vivos demostremos a los otros vivos que poseemos algunas cualidades generalmente bien apreciadas como la buena educación.
Dicho en términos un poco más sencillos, la muerte de un conocido es una ocasión para quedar muy mal, lo cual generalmente sucede cuando equivocamos la oportunidad, los gestos o las palabras. Los efectos de una metedura de pata funeraria quedan grabados a fuego en la memoria de quien la protagoniza y de quienes la sufren.
Las avisos de muerte que se publican en los diarios, que acostumbramos a llamar, con propiedad, esquelas, seguramente no son suficientes para hacernos quedar todo lo bien que quisiéramos, pero son de sobra aptas para enterrarnos en vida, cuando en su redacción utilizamos palabras vulgares, frases mal construidas o expresiones ajenas al duelo.
El análisis de las esquelas de los diarios nos proporciona determinados elementos informativos que son muy valiosos a la hora de trazar el retrato de una sociedad. En las esquelas se mezclan publicidad y sentimiento, información y opinión, datos y emoción, por lo que muchos expertos las consideran un género híbrido.
Muchas personas utilizan este género con el solo propósito de hacer acto de presencia, pero pocos de los que emplean la herramienta con esta finalidad ponen el debido cuidado en las palabras.
No es propósito de este artículo repasar los errores y los excesos más habituales en este tipo de publicaciones. Ya en otra ocasión nos hemos referido a la extravagancia del uso de la fórmula «participa del fallecimiento de», así que nos remitimos a lo escrito entonces.
Lo que se ha puesto de moda últimamente es sustituir las elegantes condolencias (la participación en el dolor ajeno) y el piadoso pésame (expresión con la que se hace saber a alguien el sentimiento que se tiene de su pena o aflicción) por la humillante conmiseración, que es la compasión que se tiene del mal de alguien.
La fórmula escogida para este sentimiento tan poco lúgubre o mortuorio es: «acompaño a la familia del señor Fulano de Tal en este difícil momento».
Quien utiliza esta fórmula tan trillada y desconsiderada sufre un automático descenso social, una incineración instantánea, una condena silenciosa, que a veces no es impuesta por la familia del difunto (porque hay muchas familias dolientes que no se enteran del matiz) sino por la gran comunidad de lectores, que generalmente no deja pasar una.
No hay dudas de que la muerte provoca un «momento difícil», pero hay que ser honestos y admitir que no en todos los casos sucede así. Lo que esperan los deudos es empatía, proximidad, acompañamiento en los sentimientos de dolor, de pena y de congoja (pues eso es lo que en el fondo reconforta) y no que alguien nos esté recordando públicamente la intrínseca dificultad del momento.
El dolor que provoca la muerte de un ser querido es único, y los momentos difíciles de la vida son variados. Si todos ellos merecieran un aviso en los diarios, las últimas hojas no darían abasto para albergar avisos de conmiseración y de acompañamiento en el «momento díficil» de una ejecución hipotecaria con lanzamiento, de la detención de un hijo por consumo de paco, de la pérdida de una cosecha por helada o granizo, del vencimiento de unos pagarés, del extravío de una prótesis, del choque de la camioneta o del aplazo en un examen.
Además, el momento difícil provocado por una defunción puede ser muy difícil para algunos (una viuda o un viudo que se quedan repentinamente solos con hijos pequeños y sin sustento económico) y bastante sencillo para otros. Especialmente, para aquellos poderosos que pueden capear mejor el temporal, o para los deudos de una persona que ha fallecido a una edad muy avanzada y cuyo deceso estaba ya de algún modo previsto y suficientemente organizado. El dolor es igual en todos los casos (porque para eso somos humanos). La dificultad, evidentemente no.
Por eso, si no queremos caer en la vulgaridad y ser colocados por nuestros congéneres en el peldaño más bajo de la escala sociocultural, convendrá que erradiquemos de nuestras esquelas fúnebres, de una vez y para siempre, los acompañamientos por «momento difícil».
Y si queremos quedar como unos príncipes -y no menos que eso- bastará con fijarse, antes de mandar a publicar una esquela, en el brillante y pulido estilo fúnebre de algunos comprovincianos nuestros, que han hecho de este género casi un arte y un ejercicio tan reconfortante para los dolientes, que, por su eficacia, haría empalidecer a muchos psicólogos especialistas. Nos referimos, por ejemplo, al estilo de la señora Pipa Austerlitz de Uriburu, que si existiera un Premio Pulitzer a las esquelas funerarias, se lo llevaría ella seguramente.