
A diferencia de otros ordenamientos comparados que no consideran a los partidos como órganos constitucionales sino como entes privados de base asociativa (aunque formen parte esencial de la arquitectura constitucional), el ordenamiento argentino destaca expresamente las funciones de importancia constitucional primaria que realizan los partidos políticos.
La constitucionalización de los partidos políticos sirve, entre otras cosas, para colocar en un lugar especial de nuestro sistema jurídico-político a aquellas organizaciones estables cuya finalidad es la de aunar convicciones y esfuerzos para influir en la dirección democrática de los asuntos públicos, contribuir al funcionamiento institucional y propiciar cambios y mejoras desde el ejercicio del poder político.
Dos son, pues, las notas características de los partidos políticos tutelados y promocionados por la Constitución: (1) la estabilidad y (2) la forma de «organización», en el sentido de la tercera acepción del Diccionario; esto es, «asociación de personas regulada por un conjunto de normas en función de determinados fines».
Por esta razón es que las formaciones, coaliciones o movimientos políticos que no respondan a este modelo -especialmente los esporádicos y los que no se corresponden al modelo asociativo- no disfrutan de la tutela constitucional ni están llamados a desempeñar aquellas funciones de importancia constitucional primaria a que nos referíamos más arriba.
De hecho, el artículo 1º de la vigente Ley Orgánica de Partidos Políticos (23.298) lo deja bastante claro al regular la pertenencia de los ciudadanos electores a los partidos como una manifestación del «derecho de asociación política» (subrayado nuestro).
Esto es así, entre otras cosas, porque las coaliciones esporádicas o los movimientos políticos que carecen de una organización de base asociativa suelen eludir más fácilmente los límites y controles que la Constitución y las leyes imponen a todos los sujetos constitucionales, incluidos los partidos políticos.
Dicho en otros términos, que las garantías constitucionales de organización y funcionamiento democráticos y de una actuación interna y externa sujeta a la Constitución y a las leyes se aplican solamente al modelo clásico de partidos estables, bien definidos y diferenciados ideológicamente y no al modelo de formas móviles caracterizado por los llamados «espacios» que se abren y se cierran conforme a conveniencias coyunturales, apetitos personales e intereses minúsculos, y cuyos fines son, por definición, efímeros y escasamente trascendentes.
La promoción de un modelo alternativo de intermediación política de tales características requiere, sin dudas, de una reforma constitucional. Mientras esta no se acometa, los llamados «espacios» carecerán de tutela jurídica y de encaje constitucional, y muy difícilmente podrán disfrutar del monopolio de nominación de candidatos para cargos públicos electivos que solo a los partidos políticos reconoce el artículo 2º de la ley 23.298.
Por último, quizá sea conveniente tener presente que, por encima de las cuestiones constitucionales y legales relacionadas con este asunto, la oferta política de los llamados «espacios» no garantiza en absoluto que la representación política surgida del sufragio se ejerza conforme al mandato popular.
La laxitud de los contornos de los «espacios» y la facilidad pasmosa con que se atraviesan sus límites (impensadas en un sistema de partidos) favorecen el desplazamiento de los electos entre opciones políticas muchas veces antagónicas, dificultan, por tanto, la gestión democrática de los asuntos públicos, ofuscan la claridad de los procesos electorales y resultan, en una gran mayoría de casos, un fraude al ciudadano, a sus derechos y a sus legítimas expectativas democráticas.