Los jueces penales de Salta pueden hacer lo que se les ocurra con las personas y con sus bienes

  • No es la ley preexistente y objetiva sino la voluntad cambiante y caprichosa de los jueces la que preside la persecución y el castigo de los delitos en Salta.
  • La 'infantería' judicial hegemónica

Mientras que en los procesos civiles, laborales y contencioso administrativos los jueces están rigurosamente limitados en sus atribuciones, no solo por la ley, sino también por la activa intervención de las partes sustantivas (a las que se suman los controles legales que ejercen defensores oficiales y asesores de incapaces), en los procesos penales no parece haber límites para la imaginación.


Quienes tienen a su cargo, bien el control de las garantías de la etapa investigativa, bien la potestad de definir las «reglas de conducta» de los condenados que no deben ingresar en prisión, bien el poder de decidir sobre la salud mental o la forma de pensar de algunos condenados a penas de cárcel, pueden hacer con los reos, con sus vidas y con sus negocios lo que prácticamente les plazca.

Y no solo con los reos. También con los fiscales, como se ha podido comprobar tras la absurda decisión de un juez del Tribunal de Impugnación de borrar de un proceso penal y acusar de haber cometido graves delitos a una fiscal investigadora escasamente proclive a seguir los dictados del poder oculto que mueve los hilos en la Ciudad Judicial de Salta.

Los jueces penales de Salta se pueden subrogar, y sin pedir permiso, en las facultades exclusivas de los intendentes municipales y mandar a clausurar negocios de venta de comida por motivos sanitarios; pueden emitir una orden de alejamiento contra un presunto maltratador sin que siquiera exista evidencia mínima sobre el maltrato; pueden decidir que una persona se someta a tratamiento médico o psiquiátrico contra su voluntad, sea para «controlar sus impulsos violentos» o sea simplemente para que cambien de forma de pensar en relación con las mujeres. Poco falta para que los jueces penales de Salta ordenen internar a las personas para curarles la homosexualidad o el anticlericalismo.

A título de medida cautelar o de regla de conducta, los mismos jueces pueden pronunciar condenas encubiertas de destierro, pueden ordenar que un preso acuda a la escuela, termine sus estudios obligatorios, o, como en algún caso conocido, que continúe sus estudios universitarios en un centro privado, que se pagará el preso, no el Estado, lógicamente. También pueden decidir que un reo o beneficiario de probation circule por la vereda de los impares o por la sombra los días jueves y domingo.

Los jueces penales de Salta pueden tener evidencia de que una persona ha matado a la otra después de emborracharse hasta quedar ciego, pero como «regla de conducta» le impondrán la prohibición de «abusar» de las bebidas alcohólicas, en vez de prohibírselas directamente.

En Salta, la reacción penal del Estado parece estar encaminada no a la rehabilitación del delincuente, sino a la «reparación integral» de la persona o a la salvación de su alma. Y si para lograr este objetivo hay que practicarles un lavado de cerebro, los jueces de Salta no se cortan un pelo. El delito no es su enemigo sino los vicios que porta el delincuente. Creer que acabando con ellos se va a acabar el delito es como creer en los Reyes Magos.

Los jueces de garantías de Salta celebran pomposas audiencias de «control de legalidad», cuyo resultado no es otro que convalidar casi todos los abusos policiales contra la libertad ambulatoria de las personas señalados expresamente por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Los mismos magistrados deciden sobre las detenciones y las prisiones preventivas con criterios tan laxos, que tanto las primeras como las segundas terminan haciendo las veces de castigos penales anticipados, más que de medidas de aseguramiento del proceso.

Envían a los presos preventivos (presuntos inocentes, según la Constitución) a las mismas cárceles que los presos con condena firme y les conceden o niegan «beneficios carcelarios» en las mismas condiciones que estos últimos. Solo uno de cada veinte encausados con pedido de juicio llega a la instancia final del proceso en libertad. Todos los demás llenan hasta reventar nuestras cárceles, que por supuesto siempre son «sanas, limpias y seguras» (según se desprende de las periódicas y asépticas visitas de los jueces supremos), a pesar de que un día sí y otro también los presos se prodigan mortales ataques a navajazos y algunos matan a sus novias visitantes dentro de la misma celda que ocupan.

Hubo una época en la Argentina en la que los oficiales de Caballería del Ejército denunciaban la deriva autoritaria de esta fuerza, después de que los de Infantería lograran imponer la hegemonía del número a los elitistas «montados». Algo parecido sucede ahora en Salta, pero no en el Ejército sino en el Poder Judicial, pues hasta hace solo unos tres lustros atrás, eran los jueces civiles los que tenían el control del aparato judicial. Ahora son los jueces penales los que cortan el bacalao en Salta y el mismo sello autoritario que imprimen a los procesos que dirigen se refleja en las caprichosas decisiones de gobierno del Poder Judicial.

Por supuesto, hay en Salta jueces penales estudiosos, respetuosos de los derechos y honrados a carta cabal. Algunos, como el recordado doctor Pucheta, ya se han muerto. Otros hacen su trabajo silenciosamente, con la esperanza de pasar desapercibidos y no molestar al poder. Pero son una minoría. El núcleo duro del Poder Judicial está controlado por una camarilla de jueces invasivos que se han tomado muy a pecho la idea de que la vida, la hacienda y los derechos de la «gente común» está en sus manos.

En la mayoría de los casos, estos jueces cuentan con la complicidad abierta de los fiscales. Pero entre las dos corporaciones se ha abierto una brecha y desde hace algún tiempo parece haberse entablado una batalla descarnada por el control del proceso penal.

Mientras, la «caballería judicial» silenciosamente hace sus cálculos para volver a tomar las riendas de la bestia desbocada y devolver así a los salteños la tranquilidad de que su vida, su haciencia, su libertad y sus derechos serán escrupulosamente respetados.