
El fundamento jurídico de estas campañas es el mismo: que todos somos iguales ante la Ley.
Por debajo del anterior se cuela otro razonamiento bastante menos sólido: el de que la salud pública está por encima de la regularidad del funcionamiento de las instituciones.
A partir de estas premisas, lo que corresponde es examinar si, a la luz de nuestro ordenamiento constitucional, los legisladores -sean provinciales o nacionales- son exactamente iguales a los demás ciudadanos, en obligaciones y derechos. Por otro lado, sin dudas merece una reflexión la afirmación derivada de que la salud pública es un valor superior a cualquier otro conocido.
Es sabido que la base moral de una república reposa sobre el principio de la ausencia de privilegios, que es el que en definitiva diferencia esta forma de Estado de las monarquías. Pero si nos remontamos a los orígenes de la formulación republicana nos encontraremos seguramente con la enorme figura del abate Sieyès, que no solo fue el primero que propuso la asamblea constituyente y finalmente propició el 18 Brumario de Napoleón como director del Directorio, sino que también alcanzó una notable fama por su libelo contra los privilegios de la nobleza y el clero del Antiguo Régimen.
Los privilegios de los que hablaba Sieyès, los que a su juicio era necesario abatir para erigir el nuevo orden, no eran otra cosa que el trato jurídico diferente que recibían ciertos grupos minoritarios que eran los dueños de la tierra, que no pagaban impuestos y que generalmente recibían el diezmo o tributo por parte de los campesinos.
La república se construyó con estos mimbres, no con otros. Es bueno no olvidarlo.
Pero sucede también que las repúblicas que, como la nuestra, han adoptado el sistema representativo, se han visto forzadas a adaptar también determinadas instituciones nacidas en las monarquías parlamentarias más antiguas (la jefatura del Estado unipersonal es una de ellas) y, en especial, aquellas que tienen por objetivo principal el de asegurar que los representantes populares, reunidos en cámaras, congresos o asambleas, disfruten del mayor espacio de libertad posible para ejercer su función representativa y, en su caso, su función legislativa.
Aunque algunos les moleste y otros pueda que les indigne, nuestros legisladores no son exactamente iguales en obligaciones y derechos al resto de los ciudadanos. La curiosidad de este asunto reside en el hecho de que esta excepción al principio de igualdad -que no ignora ni excepciona el principio republicano sino que lo exalta y lo refuerza- no ha sido instituida para beneficiar a los legisladores convirtiéndoles en seres especiales o en ciudadanos blindados, sino en todo caso para tutelar mejor los derechos de los ciudadanos. Es por esta razón que los últimos que debemos sentirnos insatisfechos o agraviados porque una cámara o un legislador haga un uso regular de sus prerrogativas constitucionales somos los ciudadanos, pues en nuestro interés han sido instituidas.
Es en el derecho anglosajón y en los países del Commonwealth donde nace la teoría de los llamados privilegios parlamentarios, que se encuentran también en otros países cuyas asambleas no responden exactamente al llamado modelo de Westminster y que reciben en ellos el nombre de inmunidad parlamentaria.
Según esta formulación, recogida ampliamente en las constituciones de una mayoría de países, incluido el nuestro, el objetivo principal del privilegio parlamentario es evitar que los legisladores sean objeto de enjuiciamientos civiles a causa de su actividad, de sus gestos, sus opiniones o sus discursos pronunciados durante los procedimientos parlamentarios. Este uso constitucional equivale a la afirmación del privilegio de las cámaras o asambleas para disfrutar en todo momento y con carácter prioritario de la presencia de todos sus miembros para llevar a cabo su trabajo.
Vistas las cosas de este modo, y aplicada la teoría sobre los mecanismos institucionales de la República Argentina y al momento actual que vive el país, se puede decir que mientras la actividad legislativa estuvo suspendida por la amenaza sanitaria y por decisión propia, las cámaras y asambleas de todo el país no necesitaron reunir a sus miembros para hacer su trabajo y, por tal motivo, no se vieron forzadas de echar mano del privilegio parlamentario para que ninguna otra autoridad les privara de la presencia de uno de solo de sus integrantes. Es decir que la cuarentena de cualquiera de sus miembros que hubiese sido dispuesta por otra autoridad en aquellos momentos no podía vulnerar ningún privilegio parlamentario.
Pero una vez que la actividad legislativa se ha reanudado (de la forma que sea, de forma presencial o a distancia), las cosas han cambiado de forma radical. Las cámaras tienen el derecho inalienable de reunir a todos sus miembros, sin que ninguna otra autoridad, bajo el pretexto que sea, pueda impedir que uno de ellos asista a las sesiones o tome parte de los debates y las votaciones. De forma tal que si, en este contexto, alguna autoridad llegase a decretar una cuarentena sobre ellos, lo que deber prevalecer en cualquier caso es el privilegio parlamentario y no la norma sanitaria por muy estricta que fuese o por muchos que fueran los peligros que pudiera acarrear su inobservancia. Siempre es preferible un legislador enfermo, contagiado o contagiante, que un legislador privado (por otro) de salir de su casa para acudir a su trabajo. En tales casos, es responsabilidad de la cámara (y no de ninguna otra autoridad) adoptar las medidas necesarias para que los riesgos sanitarios que se pudieran correr sean los mínimos posibles.
La razón es muy sencilla: un legislador acuarentenado reduce la capacidad representativa de la cámara. La cuarentena dispuesta por otra autoridad sobre un legislador contribuye a disminuir la legitimidad del proceso parlamentario o a ponerla en tela de juicio. Es decir, el confinamiento de un legislador (en su casa o en un hotel) tiene por inmediato efecto el que una parte del pueblo se ve privada de tener una representación adecuada en los procedimientos parlamentarios. Desde este punto de vista, un legislador cualquiera no solo tiene el derecho a acudir a las sesiones de la cámara a la que pertenece sino también el deber de hacerlo, deber que se impone incluso a su propia voluntad de aislarse por motivos de precaución sanitaria.
Se podría decir que en estos casos existe un riesgo republicano que las instituciones y el conjunto de la ciudadanía pueden y deben asumir cualesquiera sean las consecuencias. Si un médico cualquiera o un comité de emergencia conformado por el gobierno tuviera la potestad de enviar a la cuarentena de forma autoritativa a los legisladores, se estaría dañando muy seriamente la libertad de los órganos legislativos, exactamente como si un policía se apostara en la puerta de la casa del parlamentario para no dejarlo salir. En el primer caso, por medio de mecanismo tan igualitario como el de la cuarentena se podrían alterar muy fácilmente las mayorías, condicionar las votaciones, modificar el calendario y el reloj parlamentarios e influir en los debates libres, y esa, definitivamente, no es la idea que preside el diseño constitucional.
Bien es verdad que el derecho a la salud ocupa en nuestro ordenamiento constitucional un lugar importante. Pero en cualquier caso hablamos de un lugar subordinado en rango al de los principios fundamentales que estructuran la república y definen su funcionamiento, como el de la división de poderes. El derecho a la salud no puede invocarse, por ejemplo, para clausurar el Poder Judicial, para anular los controles al gobierno o para conceder la suma de poderes al titular del Poder Ejecutivo.
De modo que las exhortaciones que algunos han lanzado para que se ponga en cuarentena tanto al diputado Chibán como al senador Leavy tropiezan en Salta con un obstáculo constitucional de considerable envergadura. La situación es grave en ambos casos. A Leavy se le ha tratado como si en vez de ser senador fuera un camionero infectado. Pero todavía es más preocupante el caso de Chibán, pues existe aquí una sospecha fundada de que el gobierno y sus simpatizantes en la Legislatura quieren «suprimir» al diputado radical, no por razones sanitarias sino por puro cálculo político.
Antes que la obligación de guardarse está la obligación de ejercer la representación del pueblo. Lo peor que podría sucedernos sería elevar los protocolos sanitarios al rango de norma fundamental del Estado, puesto que la anulación de los parlamentos y de los debates parlamentarios, el procesamiento y expulsión de legisladores, cualquiera sea la razón que los motive, solo puede conducirnos a la instauración de un régimen opaco, a una república clandestina en la que la libertad de las personas no tenga ningún valor y ningún futuro.