
Esta norma establece, con suficiente claridad, que «ninguna persona puede tener más de dos vínculos filiales, cualquiera sea la naturaleza de la filiación».
La sentenciante, señora Ana María Carriquiry, comienza su profusa argumentación jurídica citando en apoyo de su tesis la sentencia de 24 de febrero de 2012 pronunciada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos tras resolver la demanda entablada contra la República de Chile por la señora Karen Atala Riffo, que interesó la declaración de responsabilidad internacional del Estado chileno, por considerar que había sido víctima de trato discriminatorio, y sufrido, a manos del demandado, interferencia arbitraria en su vida privada y familiar. La señora Atala había sido privada en proceso judicial del cuidado y custodia de sus hijas menores de edad a causa de su orientación sexual.
De esta sentencia -que nada tiene que ver con un proceso de filiación- la jueza oranense extrae la conclusión de que la Convención Americana de Derechos Humanos «no tiene un concepto cerrado de familia, ni mucho menos se protege solo un modelo 'tradicional' de la misma». La conclusión es, por supuesto, verdadera y correcta, desde el punto de vista del Derecho Internacional; pero es tan elemental y conocida que aparece recogida en la sentencia argentina como un simple adorno de erudición, absolutamente innecesario y superfluo.
Lo que no acierta a escribir la señora Carriquiry en su prolijo desarrollo argumental es que, en algunos ordenamientos jurídicos (como el argentino, por ejemplo) el reconocimiento a nivel internacional de las familias «no tradicionales» tiene un claro límite y este está constituido por el derecho de filiación, que la ley nacional -razonablemente o no- limita a solo dos vínculos filiales, por razones que la magistrada oranense no se ha detenido a valorar. Entre estas razones se cuentan -aunque no agotan la variedad de problemas emergentes- importantes cuestiones hereditarias (reserva de la legítima y atribución de la calidad de heredero legal prioritario) y otras no menos importantes, como las relacionadas con los alimentos debidos entre parientes.
La sentenciante repasa lo que ella considera hitos de progreso en la evolución de la legislación civil argentina y menciona con esta finalidad algunas reformas legales como las que en su día permitieron el mal llamado matrimonio igualitario (al que correctamente debe aludirse como matrimonio entre personas del mismo sexo); las normas sobre reproducción asistida que recoge el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación; la ley nacional 27.636, que la magistrada sostiene es de «Promoción al Empleo para personas travestis, transexuales y transgénero», cuando su título oficial es «Ley de promoción del acceso al empleo 'Diana Sacayan - Lohana Berkins'» (una ley que no entendemos por qué ha sido citada aquí); y el Decreto nacional 476/21 de 20 de julio, «por el que Argentina es el primer país de la región en reconocer identidades más allá de las categorías binarias de género en los sistemas de registro e identificación».
A este importante (y podríamos decir casi impresionante) desarrollo legislativo le falta, lógicamente, la norma que permite que las personas tengan más de dos filiaciones.
Y porque la señora Carriquiry es bien consciente de esta particular «carencia» de nuestro Ordenamiento es que organiza a continuación su discurso alrededor de dos ejes que son muy claros:
1) El que habla del reconocimiento internacional (aislado, por supuesto) de lo que se denomina «triple filiación».
2) La «inaplicabilidad» del último párrafo del artículo 558 del Código Civil y Comercial argentino, en favor de alguna norma internacional con rango constitucional, que la magistrada no cita en ningún momento.
Uno de los puntos más llamativos de la argumentación de la jueza de Orán es el que dice que «en las Jornadas XXV de Derecho Civil, realizadas en Bahía Blanca en 2015, la Comisión Nº 14 de Estudiantes concluyó que 'el interés superior del niño debe ser definido a la luz de la socioafectividad como valor que lo realiza en el caso concreto'». De entre cientos de estudios enjundiosos sobre este tema, la magistrada ha elegido uno elaborado por una comisión de estudiantes.
Pero, con independencia de la estatura científica del autor del estudio, en este punto la jueza oranense vuelve a traer a colación asuntos que poco tienen que ver con la filiación, pues es este un derecho que no solo afecta a niños, niñas y menores de edad, sino que es particularmente crítico en adultos plenamente capaces. Cuando se refiere al «interés superior del niño», se pasa por alto un pequeño detalle: que se trata de un concepto jurídico que permanece todavía indeterminado en el sistema jurídico argentino.
A partir de aquí, la señora Carriquiry pretende convencer de que el «interés superior del niño» es el de «conocer su identidad» y, más todavía, de «conocer sus orígenes biológicos», derechos que la magistrada sentenciante muy vagamente nos dice que tienen rango constitucional -imaginamos- que por vía de la Convención sobre los Derechos del Niño de la ONU.
Pero esto ni remotamente funciona así.
El artículo 8.1 de la Convención sobre los Derechos del Niño establece claramente que «Los Estados Partes se comprometen a respetar el derecho del niño a preservar su identidad, incluidos la nacionalidad, el nombre y las relaciones familiares de conformidad con la ley sin injerencias ilícitas».
En casi todo el mundo -excepto probablemente en Orán- es sabido que esta particular configuración del llamado «derecho a la identidad» deja afuera del precepto al hipotético derecho del niño a «conocer sus orígenes biológicos», que, de existir, no puede ser considerado un derecho absoluto. Si este derecho se encontrara recogido en alguna norma legal o convencional de rango constitucional, su ejercicio debería razonablemente dejar a salvo la estabilidad de las adopciones y garantizar el anonimato de donantes y donantas que acuden a facilitar los procedimientos de fertilización asistida.
Por esto es que la Convención sobre los Derechos del Niño de la ONU establece que lo que los Estados parte deben respetar, con prioridad, es el derecho del niño a preservar sus relaciones familiares. La recta aplicación de este precepto produce automáticamente el efecto de colocar a la llamada «verdad biológica» en un escalón jurídico necesariamente inferior.
Pero lo que es todavía más sangrante, es el hecho de que la Convención sobre los Derechos del Niño -que supuestamente invoca la jueza de Orán- supedita muy claramente la garantía estatal del disfrute del derecho a la identidad a la conformidad con la ley. Y es la ley, precisamente, lo que la señora Carriquiry se ha saltado a la torera.
En un reciente proceso de filiación en el que me ha tocado actuar como abogado, un tribunal colegiado español ha puntualizado que «el niño dispone de una acción judicial para conocer sus orígenes biológicos durante toda su vida», y que en los casos de niños de corta edad que han sido criados en el seno de una familia fundada sobre un reconocimiento parental que no coincide (o puede no coincidir) con la «verdad biológica», se debe respetar la filiación establecida por encima de cualquier otra consideración, porque es en esta (y no en la «verdad biológica») donde reside el interés superior del niño.
Para la señora Carriquiry las cosas funcionan de modo muy diferente. Ella afirma en su sentencia, por ejemplo, que el derecho a la identidad (que no hay dudas de que tiene rango constitucional) posee «una faz estática y otra dinámica». La primera hace al origen biológico de la persona, «en su derecho inalienable a saber, conocer e investigar la 'verdad biológica'».
No podríamos estar más de acuerdo, pero siempre a condición de que quien promueva el procedimiento para conocer e investigar la «verdad biológica» sea el propio niño, y no sus progenitores, reales o presuntos. Hasta tanto el niño no tenga edad para decidir, se debe respetar la filiación establecida, pues lo contrario significaría poner por delante el interés del progenitor que reclama su paternidad.
Y esto nada más y nada menos es lo que ha ocurrido en el caso de Orán y en la aplaudida (sin motivos) sentencia de la jueza Carriquiry, pues el niño cuya filiación se ha discutido en el pleito (que tiene solo dos años de edad) ha sido tratado como un simple objeto, mientras «el universo adulto» decidía por él, lo que a juicio de los adultos, más le convenía.
Quizá lo más cuestionable de la sentencia es que se reconozca la «triple filiación» a un niño que se encuentra, en los hechos, al cuidado de sus abuelos maternos y no del binomio paternal (esa particular unidad fiscal) que le ha impuesto la jueza. Si el fundamento emotivo de la sentencia consiste en reconocer los derechos que surgen del vínculo «socioafectivo», ¿por qué la magistrada ha privilegiado los derechos de dos hombres que se disputaban la paternidad y ha arrinconado a los abuelos, a los que no les ha reconocido ningún derecho? ¿Por qué no ha optado por la solución más justa y menos costosa de atribuir la responsabilidad parental a los abuelos (como se ha hecho infinidad de veces antes) y ha tenido que tunear (con talento creativo, eso sí) una posición jurídica tan crítica como la filiación?
Lo que la muy publicitada sentencia de Orán parece no tener en cuenta es que si, son los vínculos «socioafectivos» los que dan lugar a la formación de familias atípicas, se ha de respetar y potenciar estos vínculos, sin que para ello sea necesario tocar para nada la filiación, que es más un componente del estado civil de las personas que una situación jurídica capaz de dar vida a una verdadera familia. En otras palabras, que la autoridad y los cuidados parentales, la guarda y custodia efectiva, son instituciones mucho más flexibles y más adecuadas para reconocer (de una forma dinámica y adaptable) derechos que se derivan de vínculos «socioafectivos». La filiación, al fin y al cabo, no es sino un «link» entre generaciones que puede o no (según los casos) desembocar en la constitución de un vínculo familiar «socioafectivo». Sumarle padres a un niño, colocárselos como si fueran juguetes, sin que el niño tenga posibilidad alguna de sacárselos de encima, no es algo que lo beneficie especialmente, sobre todo cuando del cuidado del niño se encargan sus abuelos.
El nuevo nombre del niño
Según la sentencia, que ha sido prudentemente difundida a los medios con los verdaderos nombres sustituidos por nombres simulados, el nombre del niño, antes del proceso, es el de Pedro Díaz Juárez. Lleva primero el apellido del padre no biológico que lo ha reconocido y después el apellido de su madre fallecida.Ahora, después de la sentencia, el niño pasará a llamarse Pedro Páez Díaz Juárez; es decir que el apellido de su padre biológico (el que no lo reconoció cuando debió hacerlo) será su primer apellido. El de la madre -Juárez- quedará para el final, después del apellido de dos hombres.
La jueza podría haber alterado el orden de los apellidos y colocar primero el de la madre fallecida (a modo de homenaje) y solo después el de los «dos padres», pero no lo ha hecho así. Ha preferido establecer un orden de prelación entre los apellidos de los progenitores que va desde el que más derechos tiene al que menos, y se supone que ha establecido este orden teniendo en cuenta también el interés superior del niño, conforme lo prescribe el párrafo final del artículo 64 del Código Civil. ¿O será que también ha considerado esta norma «inaplicable»?
No se puede decir de modo alguno que esta sea una sentencia que exalte la posición de la mujer en el entramado familiar, ni mucho menos. Es todo lo contrario.
El muro legal
Toda la poesía de la jueza Carriquiry se estrella frente al infranqueable muro de la Ley. El recurso -por cierto bastante conocido pero no por ello menos irregular- de resolver una controversia jurídica determinada ignorando la ley, saltando directamente a la regulación constitucional o invocando principios generales muy vagos, sin tener el coraje de declarar la inconstitucionalidad de la norma legal omitida, podría ser de recibo, pero únicamente en la medida en que el juzgador nos dijera claramente y sin circunloquios cuál es la norma constitucional que aplica con prioridad.En el caso que comentamos, esa norma no ha sido en ningún momento citada. Ya hemos visto que no puede ser el artículo 8.1 de la Convención sobre los Derechos del Niño de la ONU, ni la propia Constitución Nacional. Así que ¿cuál es?
Lo que sabemos es que la jueza de Orán ha resuelto declarar «inaplicable» el artículo 558 CC porque, según ella, así se lo permiten los artículos 1 y 2 del mismo Código. Es decir que, por esa misma regla de tres, cualquier juez podría derogar los dos mil seiscientos setenta y un artículos del Código, dejando así el poder de legislar en manos de los jueces y a la ley en sentido formal como un objeto vacío que se puede llenar a voluntad, como un adorno que un día se puede colocar aquí y al día siguiente en otro lugar. Y esa -que me perdonen los jueces «pretorianos»- no es la idea que tuvo el Legislador a la hora de sancionar estas normas.
En cualquier Ordenamiento jurídico moderno, sin sospechas de conservadurismo, es más importante la protección de la familia (incluidas, por supuesto, las familias atípicas o «no tradicionales») que la averiguación de la «verdad biológica». El sistema jurídico argentino no es una excepción en este punto.
De la sola mención del llamado «derecho a la identidad» como derecho fundamental de las personas no puede inferirse, sin hacer trampas intelectuales, la existencia de un correlativo derecho a conocer la «verdad biológica». Como ya hemos visto, si tal derecho existe, este solo lo puede ejercer el hijo, en su propio interés, mas no el padre (ni el verdadero ni el presunto) con la excusa de prodigarle cuidados y cariño al menor de edad.
Así que, mucho me temo, que estamos ante un pronunciamiento que explota sentimientos, que está alejado de cualquier razonabilidad, y que se mueve en los límites de la legalidad, en la medida en que sus conclusiones principales se encuentran apoyadas en una norma constitucional que en ningún momento se menciona, o en una norma cuya real proyección y ámbito de despliegue no coincide para nada con el enfoque de la magistrada sentenciante.
Este apresurado análisis -que se publica ante el riesgo de que la sentencia comentada adquiera firmeza y sobre ella no pueda pronunciarse un tribunal superior- deja afuera algunas consideraciones casi ineludibles, como la que se refiere a la indisponibilidad del objeto principal del proceso de filiación (según la jueza, las partes acordaron su suspensión), que se impone como regla, excepto en lo relacionado con la renuncia o el desistimiento, la determinación de fueros legales improrrogables, la determinación concreta de la legitimación; o la vinculada a la extravagante inclusión en la parte dispositiva de la sentencia de un encendido elogio al comportamiento de los letrados de las partes, que era suficiente con haberlo hecho en los considerandos; o, finalmente, la «carta» que, siguiendo su particular costumbre, la jueza ha escrito al niño afectado por su sentencia, en la que seguramente no faltará la mención al esfuerzo que ella y los letrados han hecho para asegurarle que durante toda su vida tenga «dos papis» que lo querrán mucho; tanto pero tanto, que ninguno (ni los padres ni los magistrados) han vacilado a la hora de desconocer una ley sancionada democráticamente por el Congreso de la Nación.
Porque esto también hay que decirlo con algún énfasis: la sentencia de la jueza de Orán supone también que el acuerdo de dos señores (y de sus letrados) es suficiente para cargarse toda la fuerza normativa del Código Civil. De la sentencia se desprende en todo momento que lo que la jueza identifica -casi en términos peyorativos- como el «orden público» (sería mejor decir «interés público») ocupa un lugar secundario frente a una más que supuesta «autonomía normativa» de las partes concernidas, que, si en alguna parcela del derecho jamás ha existido como tal, esa parcela es precisamente el Derecho de las Personas.
Pero el razonamiento judicial implícito es muy sencillo y bastante convincente: Si una persona puede tener el sexo que desee ¿qué podría impedir que tenga la cantidad de progenitores que se le ocurra?
En resumen, en el proceso que ha resuelto la señora Carriquiry se afirma en todo momento que tanto la jueza, como la asesora de incapaces interviniente, los letrados y las partes sustanciales han obrado en el interés superior del niño, pero lo que se desprende de la sentencia es que el niño jamás ha sido consultado sobre el tema, por razones que son manifiestas y obvias.
En el derecho positivo argentino -a diferencia del español, por ejemplo- no hay una definición concreta y precisa de lo que es el «interés superior del menor», como concepto jurídico; de modo que la sentencia que establece la «triple filiación» no es más que un cálculo alegre y pretendidamente vanguardista de una situación jurídica cuya efectiva concreción requiere saltarse la ley vigente, algo que la jueza de Orán hace con una frialdad que es para poner los pelos de punta a cualquiera.
Ningún niño o niña puede sentirse protegido adecuadamente y crecer como ciudadano/a responsable si en la base de la decisión que supuestamente lo protege se esconde una transgresión a la ley; a una ley que, además, no ha sido establecida para perjudicarlo, sino para asegurar el bien (la felicidad, el interés, la utilidad o el beneficio) del conjunto de los ciudadanos que integran una comunidad política democrática.