
Según la información periodística, el juez competente resolvió homologar un acuerdo de suspensión del juicio a prueba propuesto por las partes (el Ministerio Fiscal y el imputado), pero el artículo 76 bis del Código Penal argentino impide en principio al imputado solicitar la suspensión del juicio a prueba cuando la pena de reclusión o prisión prevista para el delito imputado exceda los tres años.
En el caso de la figura dolosa del artículo 202 del Código Penal, el máximo de la pena de reclusión o prisión es de quince años.
En segundo lugar, la información periodística recoge que el «acuerdo» contempla la obligación del imputado de donar plasma.
Aunque todo indica que las partes (y también el juez) han dado por satisfecha esta obligación (pues el ciudadano imputado ya había donado su plasma antes de que se produjera el acuerdo que le obligaba a ello), la imposición de una obligación de donar plasma supone en principio una transgresión al artículo 43 de la ley nacional 22.990, que define a la donación de sangre o sus componentes como «un acto de disposición voluntaria».
Este precepto legal impide que la donación de sangre o de alguno de sus componentes pueda ser impuesta como castigo penal, como regla de conducta en el marco del procedimiento de suspensión del juicio a prueba o formar parte de un acuerdo de contenido obligatorio cuyo cumplimiento compulsivo pueda ser demandado por vía judicial.
Lo que resulta más llamativo del asunto es que la imputación de un delito muy grave (castigado con hasta quince años de prisión) se resuelva en un acuerdo de partes de escasa trascendencia, que contempla, además, un resarcimiento bastante modesto, pero a favor del Estado y no de las personas supuestamente contagiadas (es decir, perjudicadas) por el imputado.
Todo indica que este acuerdo a quien beneficia es al fiscal federal que ha procedido contra el imputado por una figura penal evidentemente desproporcionada y no prevista en los decretos presidenciales para el caso de violación de las normas sanitarias.
El acuerdo -según ha sido reseñado por la prensa, insistimos- le evita al fiscal el ridículo mayor de haber acusado a una persona de un delito que solo puede cometer -aun teniendo la intención perversa de contagiar- si el agente conoce efectivamente la enfermedad de la que es portador. Nada hace suponer que la persona imputada se hubiera sometido, antes de los contagios, a pruebas para conocer exactamente la enfermedad que lo aquejaba.