
Visto el asunto con cierta benevolencia, la primera y más superficial conclusión que se puede extraer en estos momentos es que «ya era hora» de que alguien se ocupara del grave problema que representa para Salta y para su Poder Judicial la irregular designación -y, por tanto, irregular ejercicio- de tres jueces jubilados en un alto tribunal penal, cuyo número ahora se ha reducido a dos por la renuncia de uno de ellos hace algunos meses.
Pero quien aparentemente se ha «ocupado» del asunto es otro magistrado del Estado cuya propia legitimidad se encuentra en entredicho, no solo por la forma manifiestamente inconstitucional en que ha sido designado, sino también por el modo realmente brutal en que está ejerciendo su recién estrenado cargo.
No se trata sin embargo de una falta de legitimidad sobrevenida, sino que el asunto viene de antes, por cuanto el actual Procurador General de la Provincia, que fue Juez de la Corte de Justicia hasta hace solo unos meses, y lo fue durante casi ocho años, convivió pacíficamente con los jueces jubilados (ilegítimos) al menos entre agosto de 2016 y mayo de 2019.
Aun concediendo que los jubilados pudieren haber disfrutado de un periodo de «legalidad» de dos años, es notable cómo, una vez agotados estos dos años, el entonces Juez de la Corte de Justicia no cuestionó en sus sentencias ni la legitimidad ni la idoneidad de los jueces jubilados, ni anuló sus pronunciamientos, ni enmendó sus razonamientos y sus decisiones, como se supone debería haber hecho si ya entonces era, para él, notorio que los señores Costas, Silisque y Figueroa estaban detentando -es decir, ejerciendo sin derecho- el cargo de jueces.
Cuando los jueces jubilados fueron designados para integrar la Corte de Justicia llamada a resolver las felizmente desistidas acciones populares de inconstitucionalidad contra el artículo 156 de la Constitución de Salta, no se sabe que el actual Procurador General -que, como Juez de la Corte que era, se abstuvo en aquel procedimiento- hubiera cuestionado formalmente -esto es, en el propio proceso- su sustitución por unos jueces que ya entonces podrían estar incursos en un delito de usurpación de funciones.
Es probable, claro, que el entonces Juez de la Corte de Justicia y actual Procurador General haya cuestionado en privado la designación de los jueces jubilados y su inusitada longevidad judicial, y que incluso haya lanzado contra ellos alguna que otra operación de prensa de esas a las que nos tiene ya acostumbrados y que generalmente se valen de un grupo bastante consistente y fácilmente identificable de comunicadores iletrados. Pero la verdad es que muy poco «activismo» ha demostrado el que fuera juez supremo en los papeles contantes y sonantes, en donde incluso es hasta posible que, con su firma, alguna vez haya echado el cerrojo a varios justiciables que pretendían interponer un recurso extraordinario federal contra las decisiones arbitrarias de los jubilados.
El de legitimidad es un concepto filosófico complejo, que en principio debe ser distinguido cuidadosamente del de legalidad.
La actuación de un magistrado cualquiera puede ser legal en la medida en que se ajuste a normas válidas que provienen de fuentes legales. La legitimidad, sin embargo, está vinculada con los valores de justicia que sirven de criterio para definir cómo debe ser la convivencia social.
Desde este punto de vista, la legitimidad está vinculada con la justicia y con los valores, mientras que la legitimación -un fenómeno enteramente distinto, en tanto atañe a la adhesión de los ciudadanos a las normas y valores vigentes- está relacionado más bien con la eficacia y con hechos.
Es bastante evidente que tanto en este como en otros asuntos de actualidad, el Procurador General de la Provincia se enfrenta a un escenario complejo en el que casi todas sus decisiones -aun aquellas rigurosamente amparadas en la ley- están siendo objeto sin embargo de censura en el ámbito de la opinión pública. Su actuación, tan pronto despierta simpatías como rechazos. Y ello sucede muy a pesar de que el magistrado malgasta buena parte de su tiempo en defenderse con ferocidad maternal de los contraataques de que es objeto por parte de sus ocasionales adversarios. Como hace poco dijo el tenista australiano Nick Kyrgios del campeón Novak Djokovic, «tiene una necesidad enfermiza de hacerse querer».
Pero todo se solucionaría si en vez de buscar los servicios (casi nunca gratuitos) de comunicadores de poca monta, siempre bien dispuestos a congraciarse con el poder, el afectado se ocupara de enjugar su preocupante déficit de legitimidad, que existe simplemente porque hasta los menos avispados de la sociedad en que se desenvuelve se han dado cuenta de que su brutal ejercicio del poder no cumple con los criterios mínimos de justicia y razón.
Si verdaderamente se atacara el problema desde su raíz, ninguna necesidad habría de intoxicar permanentemente a los medios de prensa para llevar agua para el propio molino y para purificarse cada tanto en las aguas de un imaginario templo mediático. La estrategia de convencer a los escépticos descalificando públicamente al contrario no produce, por lo general y de forma automática, un efecto de adhesión moral al ejercicio del poder, sino y en todo caso, un mero cumplimiento o una mera aquiescencia por motivos prudenciales o pragmáticos. Aquí reside una de las claves de la cuestión.
A mediados de los años ochenta, el filósofo salmantino Elías Díaz escribía: “Legitimar es justificar, tratar de justificar y -hablando de cuestiones políticas- tratar de dar razón de la fuerza (en este caso de la que está detrás del Derecho y del Estado) por medio de la fuerza de la razón, de su valor –presunto o real- alegando y probando, pues, las posibles razones de la razón”.
El Procurador General de la Provincia, embarcado en aventuras justicieras de diferente calado, parece haber renunciado a emplear la fuerza de la razón y haberse decantado por la razón de la fuerza. Es lo que tiene el poder, cuando se le sube a la cabeza a las personas menos preparadas para ejercerlo.
La consecuencia más previsible de esta trágica opción ya la adelantó Miguel de Unamuno en su famoso discurso del 12 de octubre de 1936 en el paraninfo de la Universidad de Salamanca: «Venceréis, pero no convenceréis».
En la Salta de 2019, el que no convence, pierde.