
El poder judicial ha protagonizado en los últimos meses actuaciones memorables en algunos países del mundo.
A comienzos de este mes de julio, la justicia italiana puso claros límites a las políticas del ministro Matteo Salvini al liberar a Carola Rackete, la joven capitana alemana del buque Sea Watch 3 que desafió el cierre de los puertos italianos a los barcos humanitarios que recogen a personas sin destino en el mar Mediterráneo y que fue detenida por las autoridades italianas. Hace unos días, un juez español revirtió la decisión del nuevo Alcalde de Madrid y restableció la zona de tráfico restringido en el centro de la capital española creada por la anterior Alcaldesa. Un poco antes, la justicia europea había declarado ilegítima la reforma del Tribunal Supremo acometida por el gobierno polaco.
A estos hechos se suman las decisiones de los tribunales europeos sobre algunos independentistas catalanes, las de los jueces federales norteamericanos contrarios a las políticas migratorias de Donald Trump, la trascendente decisión del Tribunal Supremo español que revocó la sentencia del caso «la manada» al considerar los hechos constitutivos de violación y no de simple abuso sexual, y las gigantescas protestas populares en Hong Kong contra el proyecto de ley que permitía la extradición de residentes en este territorio a China continental.
En casi todos los países democráticos del mundo, la judicatura -entendida como el conjunto de los jueces y magistrados del sistema judicial- se divide hoy en dos grandes grupos, bien diferenciados:
1) Los jueces y magistrados que asumen y entienden que el mundo ha cambiado; que su trabajo tiene hoy una exposición pública mucho mayor, y que todos los que forman parte del sistema judicial son deudores de respuestas sólidas y consistentes a unos ciudadanos que confían en ellos como la última trinchera para defender las libertades públicas individuales y evitar los desmanes de los otros poderes.
2) Los jueces y magistrados que, con independencia de su edad, se han quedado anclados en el tiempo y obsoletos en sus razonamientos, que no aceptan las opiniones ajenas -fundamentalmente cuando son discrepantes de las suyas-, que aun sin querer sirven a los designios iliberales de los poderes fácticos, que persiguen a los abogados con los que no simpatizan, que utilizan la ley y las garantías procesales para procurar y procurarse ventajas políticas, y que piensan que ejercen una autoridad omnímoda sin más controles que los aparentes y endogámicos que proporcionan los recursos que caben contra sus decisiones.
Esta división es cada vez más nítida en lugares como Salta, en donde pocos, muy pocos, parecen darse cuenta de que son las condiciones -inéditas pero no irrepetibles- del poder político y el poder económico las que están provocando una aguda situación de estrés para el Poder Judicial.
Repárese por un momento en el siguiente cuadro: Vivimos una época de singular fragmentación política, agravada por la perniciosa influencia de las PASO, la emergencia de los «espacios», amorfos y efímeros, y la virtual desaparición o neutralización de los partidos políticos. Esta fragmentación produce inestabilidad y litigiosidad en cantidad, pero también favorece la aparición de liderazgos mesiánicos que propugnan una conexión directa con el demos y que, en nombre de los sagrados intereses de «la gente», buscan afanosamente saltarse normas y procedimientos institucionales reglados sobre los que descansan las garantías de las libertades de los ciudadanos.
Frente a una sociedad amenazada por la creciente necesidad de golpes de efecto, que busca cada vez con más insistencia refugios identitarios en banderías minúsculas, que construye símbolos a su medida y que ha entronizado a las redes sociales como terreno de disputas, el Poder Judicial está llamado a ponerse a la vanguardia reivindicando su independencia como arma fundamental y desplegando todos los demás mecanismos para la defensa de la convivencia. Por eso, entre otras razones, es que la intolerancia de los magistrados hacia la libertad -fundamentalmente hacia la libertad de opinar y al derecho de informar- resulta hoy especialmente peligrosa y disgregadora. A ello se suma el afán de protagonismo de algunos magistrados individuales, que copian las estrategias y los modales de los líderes mesiánicos, a los que intentan emular.
Para que el sistema judicial elabore las respuestas que la ciudadanía le demanda con urgencia, hacen falta, claro está, procesos de reforma profunda que apuntalen una mejora inmediata de la calidad de sus mecanismos y procedimientos, y un descenso a la tierra de aquellos que creen todavía que la judicatura constituye la exosfera de la democracia. Es impensable que una ciudadanía urgida de protección y de defensa frente a colosos del poder dotados de una complejidad y una capacidad de maniobra nunca antes vistas en la historia pueda plantarle cara a los poderosos con un Poder Judicial antiguo, disfuncional, distante y colonizado por intereses particulares.
Pero fundamentalmente hacen falta controles y participación de los ciudadanos en las instancias y mecanismos de control. Los magistrados de hoy deben rendir cuentas como cualquier empleado del Estado y no encerrarse en su torre de marfil para rechazar invitaciones al debate o para decretar que sus criterios son inopinables y sus decisiones infalibles. El control ciudadano no solo es necesario sino que es inevitable en un contexto en el que la participación ciudadana en los restantes poderes del Estado parece haber retrocedido, o haberse devaluado frente al impulso arrollador de los liderazgos mesiánicos y el férreo control de las instituciones políticas por parte de pequeñas oligarquías interesadas en la conservación del poder a toda costa.
A algunos les parece tan evidente que la institución judicial se encuentra necesitada de una inyección de calidad, que han hecho del discurso de la calidad institucional una single issue elitista, pegajosa y poco efectiva.
Pero cometen un error. En primer lugar porque no se puede mirar a la institución judicial como una isla, desconectada de la sociedad a la que sirve e inmune a las presiones y tensiones del mundo político y económico. La batalla por la modernización ha de librarse en todos los frentes, y no solo en el judicial. La libertad es una sola y su defensa no admite la erección de fronteras jurisdiccionales.
En segundo lugar porque mucho más evidente que la necesidad de inyección de calidad institucional es el hecho de que la calidad que necesitamos en este tipo de instancias, más que institucional, es y debe ser humana. En la medida en que nuestras instituciones fundamentales estén integradas por mujeres y hombres buenos y probos, la calidad institucional estará bien asegurada. Seleccionarlos adecuadamente es un imperativo democrático de primer orden.
En otras palabras, que nos esforzamos en imaginar formas, normas y comportamientos ideales, soñando con que personas sin una base moral sólida y sin una formación técnica aceptable puedan hacer funcionar más o menos bien a unas instituciones que, sin necesidad de tanta imaginación y con solo reclutar a personas decentes, podrían llegar a funcionar y se podrían controlar mucho mejor.
En todo el mundo, la judicatura afronta nuevos e inquietantes retos que nacen de la dinámica social y que ponen a prueba todos los días la solidez de una estructura verticalista, pesada e imponente, diseñada en su día para servir a las necesidades de una sociedad muy diferente a la actual. A medida que su importancia institucional se multiplica exponencialmente, va quedando en evidencia la necesidad imperiosa de mejorarla y reforzarla, pero no solo en la relación entre el sistema y el justiciable/consumidor, sino también en lo que se podría llamar aquí el aspecto managerial y el funcional. En este empeño es importante, pero no decisiva, la progresiva asimilación del sistema de justicia a la noción de servicio público, que en alguna medida puede ayudar a alcanzar el primero de los objetivos antes enunciados, pero desde luego no los segundos, que deben en todo caso afirmarse en el principio de autoridad, sin el cual sería imposible o inútil la existencia de cualquier sistema judicial.
En el complejo mundo de la justicia no todo es reformable. No se puede tirarlo todo abajo, como pretenden algunos. El poder judicial del Estado, en línea directa con las teorías de Publius, debe seguir siendo un contrapeso para equilibrar a los demás poderes y preservar el Estado de Derecho, y, en particular, para garantizar a los individuos la efectividad del disfrute de sus derechos fundamentales. Para hacer todo esto, es necesario, como mínimo, garantizar el mantenimiento (o la conquista, en el caso de Salta) de características invariables y específicas de la justicia, como la independencia de los jueces y el principio de que los individuos deben ser capaces en todo momento de acceder a un tribunal para resolver las disputas legales que les afectan.
Por todo lo que está sucediendo en nuestro entorno, no es descabellado afirmar que hoy el judicial es la verdadera estrella entre los poderes del Estado, el que más cambios necesita para sostener el edificio democrático y evitar su creciente deterioro a causa de unos intereses políticos que parecen no tener razón ni medida en sus ambiciones hegemónicas.
Y si en otros países del mundo esta antigua institución se encuentra en vías de convertirse en un baluarte de la racionalidad frente los apetitos iliberales de los poderes políticos y económicos, no hay ninguna razón que justifique que en Salta miremos para otro lado y sigamos tolerando prácticas y corruptelas que son propias de una época ya superada, y sobre todo, que sigamos abriendo las puertas de una institución que es clave para nuestra vida democrática y pacífica a personas sin cualidades, sin convicciones democráticas y sin compromisos con sus semejantes.