
Por supuesto, Salta no es el único lugar del mundo en donde la justicia se ha deteriorado gravemente y atraviesa serios problemas, pero en Salta las causas de este menoscabo son bastante particulares y están en su mayoría vinculadas con la creciente pérdida de legitimación de las instituciones republicanas, propiciada en gran medida por gobiernos locales largos y descontrolados, que solo se han preocupado por acumular poder con la sola finalidad de obtener impunidad y procurarse autoprotección.
Se podría decir que, en sus grandes líneas, el sistema judicial salteño es exactamente el mismo que heredamos de las sucesivas dictaduras militares del siglo XX.
Si la democracia, en general, ha propiciado que las normas por las que se rige nuestra convivencia sean felizmente elaboradas por una representación popular más o menos amplia y a través de un procedimiento público más o menos racional (y no por un pequeño grupo de oficiales de las fuerzas armadas en la soledad de sus cuarteles), la aplicación de estas leyes sigue en manos de personas que solo pueden presumir de una legitimidad democrática restringida, no solamente por la forma de su designación sino también por una falta de convicciones democráticas más que evidente.
Hasta hace solo cuatro años atrás, los tribunales de justicia de Salta se preocupaban por salvar las apariencias, articulando frente a los ciudadanos un discurso ambiguo que les permitiera pasar por demócratas convencidos, apegados a la ley y partidarios de aplicar procedimientos neutros y rigurosos para declarar los derechos de cada quien.
Desde 2015 el panorama es sustancialmente diferente. El descaro cada vez más evidente de los otros dos poderes del Estado, refractarios al control democrático y enemigos de la renovación periódica de las posiciones de poder, ha dejado su marca en el Poder Judicial, cuyos integrantes se han visto postergados en un juego de poder que amenazaba claramente con dejarlos afuera del reparto de influencias y de prestigios.
Sin calcular el daño que iban a provocar, un grupo amplio pero minoritario de jueces se dio a la tarea de reconvertir al Poder Judicial de Salta, con la intención de que los tribunales de justicia dejen de ser el último refugio de las libertades ciudadanas y comiencen a funcionar como poleas de transmisión de intereses partidarios o ideológicos. Por mor de este juego de poder, los tribunales de Salta se convirtieron en auténticas unidades básicas.
La operación ha tenido un éxito parcial, pero los costes para el sistema judicial y para la calidad de las instituciones democráticas han sido altísimos; los efectos, sencillamente devastadores.
Lo que ha ocurrido en Salta, pues, es que la transición de la justicia de la dictadura a la justicia de la democracia se ha hecho en la dirección y con las herramientas equivocadas, ya que algunos han confundido democratización con partidización y han creído que los problemas del Poder Judicial se resuelven, bien aplicando el principio mayoritario, bien acentuando los rasgos autoritarios del ejercicio del poder.
Las últimas enmiendas constitucionales (1986, 1998 y 2003) no se han ocupado sino mínimamente del Poder Judicial y de sus problemas. Los de un Poder Judicial que, en esencia, conserva los rasgos estructurales del diseño constitucional de 1929, que es el que con muy escasas correcciones, observaron casi todos los gobiernos de facto habidos en Salta entre 1930 y 1983.
La reforma, profunda y meditada, del Poder Judicial es del todo necesaria y no puede ser ya postergada.
Si, como indica el sentido común, la principal reforma ha de ser acometida al nivel constitucional, es razonable pensar que la única dirección posible de la reforma sea la de limitar el poder que ejercen los órganos jurisdiccionales y someterlos al control periódico de los ciudadanos, a través de mecanismos de participación y evaluación permanentes. Cualquier otra reforma no merecería ser calificada con el respetable adjetivo de constitucional.
Superada la fase de adaptación de nuestro Ordenamiento al nuevo marco democrático, es preciso reformar sin demora las instituciones judiciales, poniendo especial cuidado en mejorar su funcionamiento y el de los procedimientos de entrada y promoción de su personal. Si no se ha hecho hasta ahora, ha sido por falta de voluntad política.
La introducción en 1998 del Consejo de la Magistratura, como órgano encargado exclusivamente de la selección de los aspirantes a magistrados, ha traído más problemas que soluciones, como de todos es sabido.
En las últimas dos décadas, el deficiente funcionamiento de este Consejo (consecuencia en gran medida de su lamentable diseño institucional) ha hecho que tengamos hoy unos tribunales de justicia ineficientes, con un funcionamiento obsoleto y desigual, con notables baches de calidad y regidos por una cúpula ultraconservadora y con no pocos tics autoritarios.
Salir de esta situación es todavía posible, porque hay jueces y juezas auténticamente comprometidos con la democracia y como la calidad de su trabajo, pero debemos ser realistas y admitir que la partidización de la justicia, en un contexto de alta estabilidad de los equilibrios de poder y de una creciente demanda de impunidad y autoprotección por parte de líderes políticos inusualmente longevos, conspira contra una resolución rápida de los problemas que afronta el Poder Judicial.
Deberíamos empezar por acabar con las tradiciones heredadas y las herencias del pasado autoritario, evitando en el futuro que los cargos judiciales (sean de jueces o de fiscales) vayan a ser ocupados por personas escogidas por afinidades ideológicas y políticas, por parentesco o amiguismo, por tradiciones endogámicas o por vinculaciones corporativas.
Un paso tan trascendente como este nos ayudará a acabar con la imagen que tienen los ciudadanos de una justicia vengativa, oportunista y encerrada en sí misma.
A la hora de reformar las instituciones y los mecanismos de la justicia, tampoco se debe perder de vista que la crisis que afecta a este poder del Estado, que no solo es de imagen sino también de legitimidad, se inscribe en un marco más amplio de fracaso democrático y de masiva desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones básicas de la república. Desde este punto de vista estamos obligados a valorar si las reformas que se propongan para el Poder Judicial pueden tener éxito o no, en la medida en que se mantenga intacto el modelo de poder político, económico y sindical de la Argentina, que tiene a la corrupción y la trampa como regla y a la legalidad como mera excepción.
En Salta la justicia no es imparcial, así como no es independiente del poder político y del poder económico. Y esto nada tiene que ver con el tiempo que duran los jueces en sus cargos, como insistente e interesadamente se ha pretendido que creamos. En nuestra Provincia conviven más o menos pacíficamente tres modelos de justicia (la justicia endogámica, la justicia corporativa y la justicia populista) que solo se diferencian por los intereses parciales que tienden a tutelar, con preterición del interés general de los ciudadanos.
Ninguna reforma del Poder Judicial de Salta puede ser posible si antes no se lleva a cabo una incruenta operación de desguace de la Corte de Justicia provincial, cuyos poderes aparentemente inconmovibles se han convertido en un verdadero escollo para el despliegue de la democracia en la Provincia de Salta.
No es posible que la Corte legisle y juzgue al mismo tiempo; así como tampoco es posible que el presidente del tribunal que ejerce el poder de superintendencia sobre los órganos inferiores (el poder de sancionar disciplinariamente a los jueces) integre, además, el jurado popular de enjuiciamiento que los destituye en caso de mal desempeño. Son éstas irregularidades institucionales manifiestas, que se vuelven sumamente peligrosas para los delicados equilibrios democráticos cuando ese mismo tribunal tiene el poder de derogar con efecto erga omnes las normas votadas regularmente por la representación popular, sin necesidad de que exista una controversia jurídica concreta.
La reforma democrática debe apuntar también a la modernización real de un poder del Estado que se encuentra aferrado a prácticas atávicas, prisionero de un lenguaje pobre y señaladamente críptico y que hace esfuerzos en la dirección equivocada. Algunos (y me ahorraré aquí los nombres) han confundido modernización con digitalización y hoy estamos pagando las consecuencias. Antes de hinchar el pecho por las notificaciones electrónicas, las firma digitales o los expedientes sin papel, lo que se debe modernizar son los razonamientos jurídicos y las destrezas técnicas de los jueces, que permanecen, en la mayoría de los casos, atados a visiones que se han quedado ancladas en los años treinta del siglo pasado.
Necesitamos, sí, una justicia ágil y expeditiva, pero de nada vale tener tribunales capaces de elaborar resoluciones en tiempo récord si al mismo tiempo esas resoluciones son el producto de criterios jurídicos y de interpretación legal superados por el tiempo y la permanente evolución de la ciencia del Derecho.
Muchas veces he dicho que uno de los problemas más graves y visibles de la justicia salteña es que los tribunales civiles tienden a castigar a los ricos, por el solo hecho de serlo, mientras que los penales tienden a castigar a los pobres, que son culpables incluso antes de que se demuestre con pruebas que han cometido los delitos de los que se les acusa. Si alguna institución existe en la que queda retratada la justicia de nuestro sistema legal esa, sin dudas, no es otra que la prisión preventiva. En Salta asistimos desde hace muchos años a un espectáculo lamentable de abuso del encarcelamiento provisional, que debería estar reservada solo para los delitos más graves, los delincuentes más peligrosos y si acaso para situaciones excepcionalísimas en las que exista un riesgo elevado de ocultación de pruebas o de sustracción a la acción de la justicia.
Mientras más sigamos utilizando la prisión preventiva sin respeto de las garantías de la libertad personal (que benefician también y sin dudas a los que han cometido delitos) más poderes tendrán los jueces y será cada vez más difícil, y si acaso imposible, acometer una reforma integral que ponga bajo el control ciudadano las facultades que ejercen los magistrados sobre las personas comunes, sobre sus vidas, sus libertades y sus posesiones.
La lista de reformas es inacabable. En mi libro Elementos para una reforma política en la Provincia de Salta (Amazon Kindle Direct Publishing 2018) he intentado efectuar un apretado resumen de las principales instituciones judiciales que requieren de una reforma urgente, señalando en cada caso las disfuncionalidades más visibles. Por razones de espacio, para concluir este artículo me remito al contenido del libro.
Solo quisiera añadir a lo ya dicho que la etapa que se ha inaugurado a comienzos de esta semana con la conformación del nuevo Consejo de la Magistratura de Salta no augura grandes cambios en el sistema de selección y designación de jueces o fiscales. Parece claro que algunas cosas han cambiado -especialmente en lo relacionado con la representación de los abogados- pero más claro es todavía que hace falta mucho trabajo y mucho esfuerzo para que este órgano, arrancado sin mucho cuidado de la regulación constitucional de los países de la Europa continental y pegado con alfileres en la Constitución provincial, cumpla en Salta con un papel destacado en el refuerzo de los mecanismos de nuestra democracia.
Un apunte final. Si nuestra intención es la de reformar en serio el Poder Judicial, es inevitable que nos fijemos cómo lo hacen otros países cuya justicia funciona mejor que la nuestra. Sería un error que por pura xenofobia intelectual desechemos sin estudiar ni analizar los buenos ejemplos extranjeros. Es innegable que otras provincias argentinas han hecho avances sustantivos en la materia, pero, sin despreciarlos, animo a mis comprovincianos a conocer las experiencias de países como Francia, Italia, Holanda, el Reino Unido o España, que, a pesar de algunos claroscuros que son inevitables, todavía tienen mucho para aprovechar.