
Los primeros que deberían darse por ofendidos cuando alguien caracteriza al Consejo de la Magistratura de Salta como un órgano «estamental» son los abogados colegiados. A ellos les corresponde decir, alto y claro: «No somos un gremio medieval sino una corporación de derecho público, sujeta a reglas democráticas y transparentes de elección y participación. Cuando integramos el Consejo de la Magistratura no defendemos intereses gremiales ni corporativos de ningún tipo; somos funcionarios públicos y nuestro desempeño como tales no se ajusta a las reglas de un ‘estamento’ sino a la Constitución y a las leyes».
Los segundos que deberían reaccionar en la misma dirección son los diputados provinciales, que no conforman un «estrato» de la sociedad, ni un grupo singular dentro de ella, definido por un estilo de vida común y una función social análoga a todos sus integrantes. Los diputados son -si se me permite- la sociedad misma y no llegan al Consejo de la Magistratura para defender sus privilegios o cumplir con un mandato imperativo, sino para cumplir con un cometido constitucional.
La concepción jurídica del Consejo de la Magistratura de Salta como un órgano compartimentado, en el que el interés general se encuentra postergado y oculto detrás del interés superior del ‘estamento’, forma parte de una gran confusión teórica, que comienza por llamar Consejo de la Magistratura a un órgano que no ejerce ningún tipo de gobierno sobre el Poder Judicial.
En realidad, las facultades constitucionales de este falso Consejo de la Magistratura son espartanas, aunque su mal funcionamiento y el ruido que frecuentemente produce haga pensar a algunas personas que estamos ante un órgano vital e imprescindible para nuestra democracia. Permítanme decir que pienso que estamos ante un órgano constitucional sobrevalorado, cuyo funcionamiento convendría revisar, pero no en sus aspectos meramente procedimentales sino desde la raíz de su diseño.
Sorprende en primer lugar que se lo defienda como un órgano excelso, sobre todo cuando quien ejerce esta defensa es quien piensa -y escribe- que el «modelo» judicial adoptado por la Provincia de Salta se parece como dos gotas de agua al sistema constitucional estadounidense y que en «la vieja y cruel Europa» nunca ha habido un Poder Judicial con todas las letras sino, con suerte, hay una mera «administración de justicia», desprendida además como emanación graciosa del Parlamento.
¿Quién explica entonces la razón por la que han proliferado en el diseño institucional argentino -supuestamente calcado de los sueños republicanos de Jefferson y Franklin- los consejos judiciales nacidos en Europa entre finales del siglo XIX y comienzos del XX?
Algo de veras muy extraño tiene que haber pasado para que se confiera el nombre de Consejo de la Magistratura a un órgano de autonomía recortada que no gobierna el Poder Judicial (esto lo hace la Corte), no elige ni designa a los jueces (esto lo hace el Gobernador), no ejerce sobre ellos el poder disciplinario (esto también lo hace la Corte) y no los juzga ni los destituye (esto lo hace el Jurado de Enjuiciamiento).
Nuestro Consejo de la Magistratura apenas si toma un par de exámenes a unos candidatos que en el 95% de los casos son los mismos (aspirantes crónicos), y luego selecciona a tres para que sea el Gobernador de la Provincia el que elija entre ellos. Los consejos de la magistratura son, allí donde funcionan razonablemente, un complemento del sistema judicial funcionarial o de carrera, algo que en Salta no existe ni parece que vaya a existir. En nuestra Provincia se examina a candidatos sin carrera, con el agravante de que muchas veces los exámenes son tomados y evaluados por consejeros que no tienen la más mínima preparación jurídica y hasta se dan el lujo de calificar con notas bajísimas a jueces y juezas en ejercicio, que saben mucho más que ellos. Es decir, las altísimas y reverendísimas funciones que la Constitución reconoce al Consejo de la Magistratura podrían mañana mismo ser atribuidas a una universidad o a una consultora en recursos humanos, o incluso a una computadora muda, que a buen seguro lo harían mejor y sin tantas nulidades administrativas.
Para terminar de rizar el rizo, el Consejo salteño se considera a sí mismo un órgano de representación corporativa, en el que probablemente solo faltan la nobleza y el clero; pero solo desde el punto de vista formal, ya que desde el sustancial los intereses de ambos «estados» prerrevolucionarios están perfectamente representados. Con estas ínfulas medievales, no es inexplicable que el Consejo haya dejado de funcionar, que no sirva nada más que para generar líos y suspicacias, y que se produzcan tensiones, bloqueos y tironeos permanentes entre sus miembros, entre estos y los aspirantes a jueces o fiscales, o entre todos ellos y la sociedad.
No pretendo dar lecciones a nadie ni proclamar que estoy en posesión de la verdad. Nada más lejos de mi ánimo que intentar parecerme a los que dictan cátedra sobre estos asuntos en Salta. Pero me gustaría decir que conozco bastante bien -y no solo por la teoría- cómo funcionan el Consejo General del Poder Judicial español, el Conseil Supérieur de la Magistrature francés y el Consiglio Superiore della Magistratura italiano. Es decir, que no solo conozco cómo se han forjado históricamente estos órganos, sino también cómo funcionan por dentro y la utilidad que los tres reportan para las respectivas democracias a las que sirven. Permítanme en consecuencia decir que ninguna de estas tres instituciones se parece ni en el blanco del ojo al Consejo de la Magistratura de Salta, creado a su semejanza, y que habría que ser más cuidadoso o más respetuoso a la hora de trazar comparaciones.
Ninguno de los modelos institucionales que han inspirado a nuestro Consejo provincial se considera a sí mismo integrado por «estamentos». En el caso del CSM italiano, porque la elección del llamado «tercio laico» (conformado por catedráticos de universidad en disciplinas jurídicas y abogados con más de quince años de ejercicio profesional) no la efectúan ni los catedráticos ni los abogados, sino el Parlamento. Se trata de una elección política, no corporativa, similar a la que se lleva a cabo en el CSM francés para las seis personalidades independientes que integran las dos formaciones o salas principales (la de los magistrats du siège y la de los magistrats du parquet), que son elegidas por el Presidente de la República, el presidente de la Asamblea Nacional y el presidente del Senado.
Ninguno de los tres consejos de la magistratura que he puesto como ejemplo funcionan como órganos «estamentales», a pesar de su conformación plural y de la diferente forma de elección de sus miembros. Una vez designados, los consejeros españoles, italianos y franceses son independientes de la autoridad que los inviste y son iguales en obligaciones y derechos al resto de los consejeros, cualquiera sea su procedencia. La voluntad colectiva del órgano no reconoce diferencias de votos entre sus miembros, que no sean las usuales de los órganos colegiados, y cada uno de los consejeros encarna y defiende el interés general de la independencia de la autoridad judicial, y no los privilegios de sus respectivas profesiones (jueces, abogados, catedráticos, etc.).
Me gustaría concluir diciendo que los salteños no nos conformamos con tener un órgano insulso e híbrido al que encargamos algo así como el 45% del proceso de designación de los jueces, sino que además nos solazamos contemplando a este órgano como lo que no es: una yuxtaposición de corporaciones medievales o de «estamentos». Una visión tan desfasada, tan ahistórica y tan poco democrática solo puede conducir a resultados desastrosos, como los que estamos viendo todos los días.
La solución no es aniquilar el Consejo de la Magistratura sino avanzar en la creación de un órgano independiente, tanto en la forma como en la sustancia, que se encargue del gobierno total del Poder Judicial. Es decir, que necesitamos dar vida a un Consejo real, integrado no solo por jueces sino también por abogados y personalidades independientes de reconocida trayectoria, que asuma todas las funciones de gobierno que hoy están en manos exclusivas de los jueces de la Corte de Justicia, que las ejercen sin ningún tipo de control y sin sujeción a los más mínimos principios democráticos. Cuando tengamos un Consejo de estas características podremos hablar de Europa y de los peces de colores. Mientras no lo tengamos, haremos un favor a nuestros conciudadanos si aceptamos de una vez que el actual Consejo de la Magistratura es un órgano deficiente y contrahecho, que ha nacido solo para dar muchos problemas y casi ninguna solución.