
Si existiera el Premio Nobel a la calidad institucional, seguramente la Academia Sueca, en vez de sesionar en Estocolmo o en Oslo, se constituiría en el barrio El Huaico de Salta, en donde los aires que soplan desde la cima de las montañas hinchan los pulmones de los seres humanos de finas partículas de justicia, transparencia y apego a la legalidad.
Salvo que el Consejo de la Magistratura de Salta, con esa autoridad tan arrolladora que posee, decida otra cosa, candidato a aspirar a este imaginario Nobel, es el «oficio» que el pasado día martes 8 de mayo suscribió el defensor público oficial ante los tribunales federales de Salta, señor Martín Bomba Royo y que dirigió al gerente de la sucursal local del Banco de la Nación Argentina.
A través de este instrumento, el señor Bomba Royo asume la defensa del señor Carlos Ubeira, ahorrista frustrado y/o desesperado, que quiso -y no pudo- sacar del banco en cuestión los dólares que allí tiene ahorrados.
Las razones legales y extralegales por las cuales el defensor público oficial federal asumió la defensa de una persona que evidentemente tiene «recursos suficientes» para procurarse asistencia letrada en el mercado y -que se sepa- no se encuentra en situación de vulnerabilidad, son desconocidas para los ciudadanos y probablemente también para el gerente del banco.
Sin embargo, llama un poco bastante la atención que el defensor público oficial, en la comunicación que ha dirigido a la entidad bancaria, lo trate como si fuera empleado suyo, y que para ello haya invocado el artículo 16 de la ley 27.149, cuya redacción, ni aun siendo generosos, puede llegar a amparar una actuación tan confusa y arbitraria como la suya.
En efecto, el precepto legal invocado por el defensor público oficial le faculta a él y a todos los que conforman el denominado Ministerio Público de la Defensa a «solicitar a los registros u oficinas públicas y privadas, sin cargo alguno, testimonios, documentos, informes y actuaciones necesarias para su gestión». Es decir, que en ningún caso le autoriza a dirigir escritos amenazantes para que las oficinas requeridas hagan o dejen de hacer algo diferente a facilitar al requirente testimonios, documentos, informes y actuaciones.
Lejos de lo que señala la ley, el defensor público oficial ha «intimado» al gerente a que «inmediatamente de (sic) recibido el presente, proceda a la devolución de la totalidad de los fondos depositados...», bajo apercibimiento de acciones judiciales.
La intimación -conviene recordar- es un acto de requerimiento o exigencia que solo puede otorgar quien está revestido de autoridad o fuerza para obligar a hacer algo y que normalmente tiene como destinatario o sujeto pasivo a quien está obligado a otorgar una determinada prestación, pero siempre a condición de que esta persona se encuentre bajo la autoridad de quien efectúa la intimación. Y este no es el caso.
Salvo que el señor Bomba Royo considere que el derecho de propiedad es un derecho humano o un derecho fundamental de la persona (lo que no sucede prácticamente en ningún lugar del mundo desde la difusión a escala universal del llamado constitucionalismo social), tampoco se entiende que el Ministerio Público de la Defensa haya decidido intervenir en un asunto extrajudicial de carácter privado en el que se discute la posibilidad de disponer, en más o en menos, de la cantidad depositada en una cuenta bancaria.
Si la legitimación del señor defensor público oficial proviene del artículo 1º de la ley 27.149, es que bien podría haberse tomado la molestia -aun a riesgo de caer en un ridículo mayor- de citar en su terrorífico escrito las razones por las que considera al derecho de propiedad como un derecho fundamental de la persona humana.
Pero es que no solo eso debió hacer el defensor público oficial en este caso, puesto que las normas que disciplinan el acceso de los ciudadanos a la defensa pública y gratuita dicen con bastante claridad que «para los asuntos no penales (civil -familia y patrimonial-, comercial, contencioso administrativo federal, trabajo y seguridad social, etc.), puede acudir a un Defensor Público Oficial para solicitar asesoramiento y/o patrocinio jurídico gratuito siempre que invoque y justifique limitación de recursos para afrontar los gastos del proceso, situación de vulnerabilidad o cuando estuviere ausente y fuere citado por edictos. El personal de la Defensoría evaluará su caso y le brindará el correspondiente asesoramiento y/o patrocinio letrado para iniciar las acciones legales pertinentes, siempre que se cumplan con los requisitos legales previstos (Ley 27149)».
Sin esa justificación y, sobre todo, sin esa evaluación de la situación del posible «cliente», cualquier actuación de la Defensa Pública debe considerarse fuera de la ley. Bien habría hecho, en consecuencia, el gerente del banco si ignoró el temerario requerimiento, independientemente de que su negativa a permitir la extracción de las cantidades depositadas pueda configurar un incumplimiento legal y contractual, cuyas responsabilidades, lógicamente, puede exigir el cliente, pero no valido de la muleta de la defensa pública oficial.
Lo que trasluce de este asunto es que un señor que, sin lugar a discusión, puede hacerse al menos con 500 dólares por mes de sus propios ahorros, y que, por lo tanto, puede pagarse sin pasar apuros un abogado particular, ha recurrido al patrocinio letrado gratuito, pagado por todos los ciudadanos con sus impuestos. Pero no tanto porque tenga un cocodrilo en el bolsillo (que probablemente lo tenga) sino porque piensa que un oficio bien colocado, con membrete y escudo, y redactado con palabras intimidantes puede dar más y mejores resultados que cualquier requerimiento formulado por un abogado particular.
En este pequeño detalle y en la asombrosa ligereza del defensor público oficial reside todo el secreto de esta discutible actuación, que pone en serio entredicho la utilidad y el prestigio de una institución como el Ministerio Público de la Defensa, que por ninguna razón del mundo puede permitirse el lujo de visitar barrios tan poco transparentes como estos.
Atrás parecen haber quedado las épocas en que los ciudadanos identificaban a los defensores oficiales como «abogados de los pobres» y veían en ellos a unos señores con un gran dominio de las técnicas procesales y una vocación incuestionable por el respeto y el cumplimiento de la Ley.

