
El lamentable espectáculo de algunos jueces celebrando como niños la derrota procesal de un Consejo de la Magistratura en el que faltaban los jueces de la Corte de Justicia, pero había otros magistrados de alto rango, es el penúltimo arrebato conservador de una corporación inflada de orgullo, que sigue pensando que en su seno se produce y recicla el conocimiento de todas las cosas reales y posibles, algo que, como se sabe, es un atributo exclusivo de Dios.
La revolución de las comunicaciones digitales y los cada vez más imprevisibles avances de la tecnología han bajado de un hondazo a muchos jueces de su pedestal. Pero, como buenos gauchos que son, los afectados han tomado prolija nota de las amenazas que se ciernen sobre su hasta hace poco infinito horizonte de poder y se han dispuesto a librar las últimas batallas, con las armas que les son bien conocidas.
Entre estas batallas merecen ser destacadas tres:
1) el desesperado intento de conseguir la reforma de la Constitución de la Provincia «por lo criminal», para blindar los privilegios eternos de la «familia judicial» durante las próximas décadas;
2) la impresentable estrategia de deslegitimación del Consejo de la Magistratura que tramitó unos concursos espantosos, pero cuyos errores no correspondía que fueran atribuidos a una sola persona, sino en todo caso a la institución en su conjunto y a su deficiente diseño;
3) los esfuerzos notables por convertir al Tribunal de Impugnación y a sus miembros en comisarios ejecutores de las pulsiones autoritarias y liberticidas del cogollo de la corporación judicial.
A pesar de algún que otro éxito parcial en escaramuzas aisladas, lo cierto es que estos jueces crepusculares han visto cómo el prestigio que habían venido acumulando durante décadas de reinado absoluto se hacía añicos; en parte por su propia obstinación y su falta de respuesta a los nuevos desafíos, pero en buena medida también por el arrollador embate de una ciudadanía cada vez más comprometida con la marcha y el control de los asuntos que le son propios.
Parece que de golpe los ciudadanos se han dado cuenta de que la otrora venerable institución judicial no solo no sirve para proteger los derechos y las libertades de todos (una tarea en la que ha fracasado), sino que tampoco sirve ya para defender los intereses y las prerrogativas de la propia corporación. En resumen, que la inutilidad se ha apoderado de ellos.
Las voces que reclaman una reforma profunda del mundo judicial se multiplican por horas, y en medio de ese remolino diabólico algunos han salido a la desesperada a tapar los cuadros y levantar los muebles, para que el agua crecida de ese Pilcomayo interior que incontenible fluye en sus conciencias no se los lleve puestos río abajo.
Pero si a los jueces del pasado les preocupan las reacciones cívicas, mucho más inquietos los tienen los movimientos modernizadores y democratizadores que han surgido en el propio seno de la judicatura, en donde, de tanto en tanto y por canales aún poco institucionalizados pero lo suficientemente visibles, se escuchan las potentes voces de magistrados discrepantes que comprenden y se animan a denunciar que la ínclita corporación de espíritu burlón y de alma quieta, ha tenido ya -como escribió Antonio Machado en El mañana efímero- «su mármol y su día».